“Se producen más individuos de los que es posible que sobrevivan; tiene que haber forzosamente en todos los casos una lucha por la existencia”. (Carlos Castrodeza, La darwinización del mundo)
Ayer tarde me puse a ver un documental del National Geographic sobre naturaleza animal con mis hijas de 7 y 8 años. Era la primera vez que se interesaban por algo que no fuesen los dibujos animados así que no le di demasiada importancia al hecho de que viesen el documental conmigo: "A ver si les gusta y empiezan a culturizarse fuera del colegio a modo de pasatiempo", pensé. Y todo fue bien mientras salían serpientes, insectos, pájaros, peces y demás. El problema fue cuando comenzaron a hablar del Dingo (cánidos que provienen del Lobo y que son muy parecidos a nuestros perros), observándose imágenes de estos animales cazando, destripando, y comiendo conejos y canguros.
Mis hijas al instante se quedaron muy serias y asombradas, y enseguida me di cuenta de que era un contenido "poco apropiado" para ellas. Cambié de canal y de tema y les hice varias bromas para que olvidaran el espectáculo de ver a esos "adorables" perritos masacrando a esos "adorables" conejitos. Rápidamente pasaron del (casi) llanto a la risa y todo quedó en una anécdota...y en una aparente lección para mí deber como padre: "No más documentales que muestren de manera tan explícita la violencia natural que rodea al mundo".
Pero esta lección que me he visto obligado a aprender, es también un recordatorio del modo en que estamos criando a nuestros hijos en Occidente en las últimas décadas: los metemos en una burbuja de cuidados tan densa que apenas pueden comprender la verdadera esencia del mundo fuera de tanta protección. Nuestros hijos no saben lo que la existencia supone, y eso puede suponer una gran debilidad para ellos en el futuro. Y es que, si tanto cuidado y mimo se viesen interrumpido bruscamente por cualquier motivo, eso podría suponer un gran perjuicio para sus vidas. Y no es para nada tan descabellado que tal cosa pueda llegar a ocurrirles. Pensemos en un momento en situaciones locales al niño como puede ser un posible fallecimiento de ambos progenitores al mismo tiempo por cualquier causa (un accidente de tráfico, por ejemplo); o pensemos en situaciones más generales como una grave crisis (un colapso) económico mundial, una pandemia de alguna enfermedad mortal (como fue el caso de la gripe Española a principio del siglo XX), una gran guerra donde se utilice armamento nuclear, un cambio climático radical (como supondría el derretimiento total de los polos por la contaminación), enormes erupciones de volcanes que produzcan súbitamente una nueva glaciación (cosa que ha ocurrido muchas veces en la historia del planeta), la caída de un gran meteorito (lo que también sucede en la Tierra de tanto en tanto), que grandes llamaradas solares acaben con todos los sistemas electrónicos, etc. No es por tanto tan raro como parece que algún día la burbuja en la que tenemos a nuestra prole pinche inesperadamente; en cuyo caso le habremos hecho un flaco favor manteniéndolos durante tantos años en ese insostenible cuento de hadas ajenos a la verdadera realidad del mundo.
Pero claro, ¿cómo no mantenerlos aislados de una realidad tan cruel como es la esencia Natural? ¿Cómo explicarles a nuestros niños que la vida no es tan bonita ni tan perfecta como les hacemos creer? ¿Cómo decirles que parte de lo que cada día comen son restos de animales destripados en factorías industriales? ¿Cómo decirles que en cualquier momento cualquier persona puede ser dovarada por microbios invisibles a la vista o por una rebelión de células de su propio cuerpo (es decir, por cáncer)? ¿Cómo explicarles en suma que la verdadera esencia de la vida no es otra cosa más que la muerte: una continua lucha llena a rebosar de destrucción mutua? Evidentemente no es una tarea nada fácil, y lo que solemos hacer entonces es lo más fácil: mantenerlos en la ignorancia existencial tantos años como sea posible.
Antes este problema no existía (y tampoco existe hoy día en lugares fuera de Occidente). Los niños veían desde que tenían uso de razón la crudeza vital: observaban a sus padres y vecinos acuchillando cochinos y retorciendo el cuello de gallinas; muchos de sus hermanos morían siendo bebés, casi todos padecían en algún momento de sus vidas hambrunas, y soportaban enfermedades sin apenas cuidados médicos disponibles. Por no hablar de las constantes guerras y del abuso dictatorial y de las instituciones dominantes (iglesia y demás). Y todo esto era la norma hasta bien pasada la Segunda Guerra Mundial, momento en que todo cambia y esta representación Natural de la dureza del mundo "desaparece" de la vista de los menores casi de la noche a la mañana. De hecho, si no fuese por la televisión y los medios de comunicación, los niños de hoy no serían conscientes de lo que es la vida en absoluto quizás hasta pegarse el golpetazo personalmente debido a algún inesperado problema.
Y es que no nos engañemos, la vida es sinónimo de crueldad y muerte, y eso continuará siendo así aunque cada vez la burbuja en la que vive el niño dure más y más tiempo, llegando a veces este estado de inocencia a la adolescencia, la pubertad e incluso la edad adulta. De hecho, se puede incluso decir que los que tenemos la suerte de vivir en el Occidente actual no tenemos (por suerte) en general ni remota idea de lo que es realmente la vida (al menos de manera práctica). Por supuesto esperemos que la cosa siga así por muchos años aunque nada asegura que así sea, y menos en estos delicados momentos de tensión internacional con frentes abiertos en terrenos bélicos, políticos, económicos, climatológicos, y de escasez de recursos naturales.
Un saludo, compañeros.
Estupendo artículo. Qué gran verdad. Tendremos que iniciar en la infancia esa realidad natural.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Charo :).
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