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lunes, 21 de noviembre de 2016

Autómatas evolutivos

"A ninguno de nosotros le gusta el pensamiento de que lo que hacemos depende de procesos que no conocemos; preferimos atribuir nuestras elecciones a la voluntad, el libre albedrío, el autocontrol…Quizás sería más honesto decir: “Mi decisión fue determinada por fuerzas internas que desconozco“"
(Marvin Minsky)


Hace ya tiempo, a partir de una entrada en el magnífico blog de Pitiklinov: Evolución y Neurociencias, realicé una observación sobre el estudio de la tradicional idea del libre albedrío mediante una reducción al absurdo. Y, como conclusión, comentar que creo que de este modo se puede comprobar que no tiene sentido alguno hablar de una plena libertad de volición en el hombre.

En resumen propongo lo siguiente:

Para empezar, decir que cualquier decisión que tomemos debe ir siempre precedida del descarte de otras posibles alternativas que podríamos hacer realizado en su lugar, de tal modo que si existe un verdadero libre albedrío, decidir entonces voluntariamente hacer algo significaría descartar voluntariamente hacer cualquier otra cosa.

Sin embargo, siempre existen infinitas posibilidades de actuación, por lo que según lo dicho habría que realizar un descarte de infinitas alternativas (grados de libertad) en un tiempo finito (el que tarda el cerebro en procesar), lo que es un absurdo, puesto que descartar una infinidad de elementos requiere un tiempo infinito y quedaríamos atascados en un bucle.

Sin embargo, sabemos que nadie se queda atascado en un bucle repasando todas esas enormes posibilidades de actuación, y vemos por el contrario que lo que acontece en realidad es que de algún modo se termina siempre descartando (involuntariamente) toda esa infinidad de alternativas con excepción de unas pocas posibilidades (se reduce en este sentido, de manera autónoma y espontánea, el grado de libertad a un grado manejable por la razón).

Y ahí está la cosa: este descarte o acotación se realiza INVOLUNTARIAMENTE por algún heurístico programado evolutivamente en el cerebro, lo que elimina cualquier posibilidad de verdadera libre voluntad ya que, si se descartan inconscientemente posibles elecciones, no tengo la voluntad de poder hacer cualquier cosa, sino sólo aquellas que el filtro evolutivo me deja manejar ante cierta situación.

Precisamente este heurístico evolutivo es el encargado de decidir qué opciones se pueden tener en cuenta de entre la inmensidad, y sólo sobre esas (relativamente) pocas opciones (en el mejor de los casos) se puede elegir "libremente" actuar.

Y digo en el mejor de los casos, porque por otra parte está el asunto de si finalmente la toma final de la decisión (una vez hecha la acotación) la realiza la consciencia, o si la decisión también la toma un heurístico (y a la consciencia llega sólo una falsa ilusión de volición). Pero eso es ya otro asunto del que precisamente habla Pitiklinov en el artículo que mencioné al comienzo de esta entrada: https://evolucionyneurociencias.blogspot.com.es/2014/09/la-ilusion-de-la-voluntad-consciente.html.

Resumiendo un poco, decir que Pitiklinov se basa en el trabajo de Daniel Wegner[2] que visualmente se puede resumir de este modo:


Pero lo fundamental de lo tratado aquí, sin embargo; es que la idea del libre albedrío como tradicionalmente se entiendo es lógicamente inconsistente, y que se puede demostrar dicha inconsistencia por reducción al absurdo. Un cerebro físico no tiene tiempo de poder tener en cuenta un dominio casi infinito de acciones que tomar, y por lo tanto un proceso (un filtro) evolutivo (inconsciente y espontáneo) se encarga continuamente de acotar dicho dominio de manera que el mundo se nos aparezca de modo "manejable", pero al mismo tiempo podemos ver que este heurístico natural elimina cualquier posibilidad de verdadera libre elección: somos autómatas evolutivos con un amplio grado de libertad de acción, pero que no obstante no es libre más que para decidir de entre un subconjunto de acciones acotado y preestablecido por nuestra programación cerebral evolutiva.

Un saludo.

Referencia utilizada:

[1] Daniel M Wegner. The Illusion of Conscious Will. Bradford Books. The MIT Press 2002.

viernes, 12 de julio de 2013

El absurdo


Saludos: 

Son las 3 de la madrugada, y aquí me encuentro, en vela junto a mi hija: la cual sufre de 40 de fiebre. Lleva cuatro días luchando contra unas anginas: miles de bacterias alojadas en su cuerpo; las cuales no hacen más que luchar ellas también por no desaparecer.

Y en estos momentos me parece todo tan absurdo: tantos seres vivos luchando por la supervivencia con una desesperada vehemencia, pero sin ningún motivo aparente más que un férreo y ciego deseo de ser: de seguir siendo. No cabe duda de que existe una irracional voluntad de vida en el mundo.

Veo a mi hija luchando ahora, y también preveo todas sus futuras luchas, preveo toda una vida de lucha y dolor, exclusivamente por y para satisfacer la necesidad de seguir siendo.

Con este humor no es de extrañar que me venga a la cabeza la acertada cita de Schopenhauer que dice que: "Bien puede decirse que la vida es un episodio que viene a perturbar inútilmente la sagrada paz de la nada".

Y no se trata de ser pesimista, no, ¡por favor!; se trata de ser realista: de mirar el mundo sin el velo de engaño e ilusión que nuestro propio ser nos infunde con el único propósito de obligarnos a luchar con más ahínco por el ser: se trata de mirar la vida tal cual es, un absurdo, una lucha constante y sinsentido por querer ser.

Todo esto evidentemente ya nos lo adelantó Schopenhauer cuando dijo que:

"Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre... La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras, cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural del dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo, y después morir... Y así sucesivamente por los siglos, de los siglos hasta que nuestro planeta se haga trizas".

Estas frases resumen para mí la realidad de la vida en el mundo. Una realidad filosófica del siglo XIX, que hoy día no hace más que confirmarse tras numerosas revelaciones llegadas desde diversas ramas del saber científico. 

El nihilismo de la vida es hoy, gracias a las modernas teorías darwinistas basadas en el gen, algo que queda ya fuera de toda duda: y ¡sorpresa!, las ideas del gran filósofo de Danzig se ven correlacionadas con las modernas conclusiones a las que nos lleva la biología.

La soberanía de la Voluntad en nosotros se refleja en el poderío del gen, el dominio de la “esencia” del genoma sobre los actos del ser (su fenotipo). Y el ciego e irracional querer ser, es correlacionado sin duda por el proceso evolutivo. Por eso siempre pensaré, y creo que con razón, que Schopenhauer fue un enorme visionario que permanece infravalorado e incomprendido.

Lo dejo aquí; cansado y desvelado de madrugada: lleno de dolor viendo a mi hija sufrir…por sufrir. Me voy a su lado, a consolarla, y a luchar junto a ella; cosa que haré mientras mi cuerpo aguante: porque no hay que olvidar que todos somos hijos de la misma Voluntad.


Buenas noches…




sábado, 2 de marzo de 2013

Naturalizar a Schopenhauer (II)


Me gustaría compartir con vosotros una pequeña reflexión: ¿os habéis planteado alguna vez las enormes semejanzas que existen entre la filosofía de Schop. y las conclusiones a las que está llegando la ciencia moderna? Para no extenderme mucho os propongo un ejemplo concreto:

Es aceptado que la ciencia moderna  reduce la existencia humana (y la vida en general) a un puro proceso evolutivo dado en el espacio-tiempo. Dicha evolución la basan únicamente en procesos mecánicos (naturales) sobre moléculas materiales muy particulares (destacando la molécula de ADN). Esto reduce toda la casuística de la aparición, desarrollo, y conservación de la vida a simples procesos físicos.

Todos los procesos físicos implicados en la ley evolutiva, base de la existencia, se basan tan sólo  en procesos mecánicos actuando en el espacio-tiempo y regidos por las leyes naturales. Pero entre esas leyes naturales  (o regularidades empíricas continuamente observadas ;)) destaca la llamada “segunda ley de la termodinámica”, la cual viene a decir que el mundo(el Universo) tiene una tendencia innata hacia el desorden, el cual DEBE ir siempre e irremediablemente en aumento.

De esta forma la vida (simple proceso natural) parece así consistir en una constante e irracional lucha del propio universo contra su propia esencia. El desorden DEBE aumentar en el mundo, pero existen; sin embargo, ciertas estructuras en el mismo que luchan ciega pero vehementemente contra esa norma: la vida es pues una especie de "deseo" agónico y desenfrenado de orden contra natura, un deseo sinsentido e irracional (y a su vez causa de todos nuestros sufrimientos. Somos seres conscientes, fruto de ese deseo irracional de orden (clara equivalencia con la máxima objetivación de la Voluntad propuesta por Schop.); y nuestro sufrimiento es causado por nuestra obligación de satisfacer esa necesidad irracional). Nuestro sufrimiento es causado así por una constante necesidad de satisfacción hacia nuestra esencia. Parece ser que nuestro sufrimiento es causado por alguna especie de lucha interna en la esencia del mundo: por una parte se exige el desorden, pero por otra se busca el orden. Vamos, es que es algo calcado a la propuesta Schopenheriana de una Voluntad en sí que muestra una lucha fenoménica contra sí misma.

Yo realmente veo tras la ciencia moderna una aproximación equivalente a la filosofía de Schop., sólo que nuestro autor partió del estado del arte filosófico-científico de su época, y lo hizo lo mejor que pudo. No comparto, como sabes, el modo en que llegó el autor a sus conclusiones, aunque sí veo muy justificada sus principales conclusiones revisadas bajo la ciencia actual.
La base filosófica de Schop. fue una extraordinaria proeza teniendo en cuenta la época en que vivió el autor (muy especialmente su postura pesimista del mundo). El pesimismo que Schop. inauguro debería estar hoy, gracias a la ciencia; más vivo y vigente que nunca. Sorprende el hecho de que no sea así. Claramente la poca cultura filosófica entre los científicos y la poca cultura científica entre los filósofos tenga gran parte de culpa.

Estoy convencido de que en algún momento, un Schop. moderno, con el carisma suficiente, naturalizará la obra de Schop. y restaurará su filosofía, aunque debidamente actualizada a los tiempos que corren.

Bueno, no me enrollo más :).

Un cordial saludo, amigos.


miércoles, 15 de agosto de 2012

Alcance práctico de la filosofía de Schopenhauer


De la filosofía de Schopenhauer, el mayor alcance práctico que podemos sacar es descubrir el sinsentido de la vida, su falta de finalidad esencial. Descubrirla como un producto causado sólo y únicamente por las leyes de la naturaleza actuando en el espacio y el tiempo. 

Y es que, siendo en esencia un producto de regularidades entre causas y efectos en el espacio-tiempo, no podemos esperar ser en esencia nada más que eso: aglomeración de materia al servicio de dichas regularidades. El querer y la necesidad, fuentes del sufrimiento, no son más que abstracciones que pueden reducirse a explicaciones físico-químicas básicas: Nuestra complejidad estructural para mantenerse y reproducirse en el espacio-tiempo, y de acuerdo a las leyes del mundo, deben constantemente conseguir y consumir energía. Esa es la necesidad fundamental de la vida: conseguir y consumir energía para mantener nuestra complejidad estructural en el tiempo. Una necesidad ciega e irracional, producto espontáneo de leyes mecánicas.

No hay ética posible, no hay actos buenos y malos, no hay nada. El arte es simplemente un pasatiempo más, y el ascetismo un quiero y no puedo. No es posible negar lo que somos, porque no tenemos libertad de acción. Somos materia reunida espontáneamente por las leyes del mundo, y eso seremos mientras estemos vivos. La única manera de negar la vida es dejar de vivir.
Pero no nos equivoquemos, no nos creamos libres siquiera para dejar de vivir cuando lo deseemos. Eso es sólo pura poesía. Estamos programados por la ley de la evolución para sobrevivir y ayudar a los más cercanos a toda costa, y eso es lo que haremos hasta el fin de nuestros días -salvo que suframos alguna neuropatología, en cuyo caso la evolución a veces se deshace del individuo defectuoso bajo la forma de un engañoso suicidio voluntario-.

En mi opinión, Schopenhauer fue un increíble visionario al descubrir en su tiempo, al hombre como un simple fenómeno más de la naturaleza, producto y sujeto a las leyes del mundo, en el espacio y el tiempo. Fue realmente un logro su descubrimiento de que todos los fenómenos del mundo, desde el más simple o inorgánico hasta el más complejo como el hombre, simplemente es el producto espontáneo de leyes naturales ciegas e irracionales. La ciencia posteriormente le ha dado la razón.

Schopenhauer, a continuación, introduce su particular metafísica sobre esos hechos empíricos, y relaciona las leyes del mundo actuando en el espacio y el tiempo, como la objetivación de una cosa en sí, a la que llamó Voluntad. Pero la voluntad, como metafísica que es, no es objeto de conocimiento –al contrario de lo que piensa Schopenhauer-. Por último, la parte digamos más  positiva de su filosofía, el arte y el ascetismo como negación de la voluntad de vida, es producto de esa metafísica propuesta que nunca podremos conocer, por lo que no son de tener en cuenta.

De lo único que podemos estar seguros es que somos esclavos de lo que somos. Esclavos de la necesidad de energía, esclavos de las leyes del mundo, esclavos de nuestro cerebro, y de la química de nuestro sistema neuroendocrino.

No tenemos libertad de acción: actuamos como debemos. La ilusión del libre albedrío consiste en que podemos hacer lo que queramos pero no decidir lo que queremos. No hay escapatoria y no hay negación.
Añoremos mientras, nuestro pronto regreso al no ser, a la inconsciencia, me parece  el consuelo más realista que tenemos para sobrellevar la realidad del mundo.

martes, 26 de junio de 2012

Arthur Schopenhauer - El hastío


En cada uno de los grados en que la voluntad aparece iluminada por el conocimiento, se reconoce como individuo. En el espacio infinito y en el tiempo infinito el individuo se encuentra dentro de su finitud y por consiguiente como una dimensión infinitamente pequeña, perdido en la inmensidad de aquello cuya existencia frente a dicha inmensidad no cuenta con un Cuando y Donde absolutos, pues su lugar y su duración son partes finitas de un todo infinito y sin límites. Su existencia está verdaderamente limitada al momento actual, cuyo fluir en el pasado es un caminar perpetuo hacia la muerte, un constante morir, porque su vida pasada, si hacemos abstracción de sus consecuencias para la presente y del testimonio que representa de la voluntad que en ella se imprime, está definitivamente terminada y muerta, ya no existe; por lo que pensando racionalmente lo mismo le debería dar haber sufrido que haber gozado. Pero el presente se convierte siempre en sus manos en pasado y el futuro es incierto y siempre de corta duración. Por lo cual, su existencia, si la consideramos sólo desde el punto de vista formal, es un constante caer del presente en el pasado muerto, un constante morir. Pero si consideramos ahora la cosa por el lado físico, es evidente que así como nuestro andar es siempre una caída evitada, la vida de nuestro cuerpo es un morir incesantemente evitado, una destrucción retardada de nuestro cuerpo; y finalmente la actividad de nuestro espíritu no es sino un hastío evitado. Cada uno de nuestros movimientos respiratorios nos evita el morir; por consiguiente, luchamos contra la muerte a cada segundo, y también el dormir, el comer, el calentarnos al fuego son medios de combatir una muerte inmediata. Pero la muerte ha de triunfar necesariamente de nosotros, porque le pertenecemos por el hecho mismo de haber nacido y no hace en último término sino jugar con su víctima antes de devorarla. Mientras tanto hacemos todo lo posible por conservar la vida, como inflaríamos una burbuja de jabón todo lo que se puede, aunque sabemos que al fin ha de estallar.

Según hemos visto, la esencia de la Naturaleza que no piensa es una constante aspiración sin fin y sin descanso, lo que vernos de una manera más clara en el animal y en el hombre. Querer y ambicionar: esta es su esencia como si nos sintiéramos poseídos de una sed que nada puede apagar. Pero la base de todo querer es la falta de algo, la privación, el sufrimiento. Por su origen y por su esencia, la voluntad está condenada al dolor. Cuando ha satisfecho todas sus aspiraciones siente un vacío aterrador, el tedio; es decir, en otros términos, que la existencia misma se convierte en una carga insoportable. La vida como péndulo, oscila constantemente entre el dolor y el hastío, que son en realidad sus elementos constitutivos. Este hecho ha sido simbolizado de una manera bien rara: habiendo puesto en el infierno todos los dolores y todos los tormentos, no se ha dejado para el cielo más que el aburrimiento.
El perpetuo anhelar que constituye en el fondo todo fenómeno de voluntad encuentra, en los grados superiores de su objetivación, su razón de ser principal y más común en que en ellos la voluntad se muestra a sí misma bajo la forma corporal que le exige imperiosamente el alimento; lo que da tanta fuerza a esta orden es que el cuerpo no es otra cosa que la voluntad de vivir objetivada. Siendo el hombre la objetivación más perfecta de la voluntad de vivir, es al mismo tiempo el ser que tiene más necesidades; no es en todas partes más que volición y necesidad concretas y puede decirse que es una concreción de mil necesidades. Y con todo esto se encuentra en el mundo abandonado a sí mismo, incierto de todo menos de su indigencia y de sus necesidades; de aquí que toda su vida la absorban los cuidados que reclama la conservación de su cuerpo. A esto se une luego el imperativo de la propagación de la especie, Por todas partes se acechan peligros de todo género y necesita desplegar una actividad infatigable, una constante vigilancia para evitarlas. Tiene que recorrer su camino con pies de plomo, escrutando con mirada recelosa, pues te acechan toda clase de contingencias y de adversarios. Así caminaba en el estado salvaje y así camina ahora en las sociedades civilizadas. Jamás se encuentra seguro.
Qualibus in tenebris vitae; quantisque periclis Degitur hocc'aevi, quodcunque est! (Lucrecio 11, 15)
La vida de la mayor parte de los hombres no es más que la lucha constante por su existencia misma, con la seguridad de perderla al fin. Pero lo que les hace persistir en esta fatigosa lucha no es tanto el amor a la vida como el temor a la muerte, que, sin embargo, está en el fondo y de un momento a otro puede avanzar. La vida misma es un mar sembrado de escollos y arrecifes que el hombre tiene que sortear con el mayor cuidado y destreza, si bien sabe que aunque logre evitarlos, cada paso que da le conduce al total e inevitable naufragio, la muerte. Ella es la postrera meta de la fatigosa jornada, que le asusta más que los escollos que evita.
Pero también es muy digno de atención por una parte que los mismos dolores y males de la vida son fáciles de evitar, y que la misma muerte, en huir de la cual empleamos el esfuerzo de nuestra vida, es de desear y a veces corremos hacia ella gustosos, y por otra parte que tan pronto como la necesidad y el sufrimiento nos conceden una tregua, estamos tan próximos al tedio que deseamos que pasen las horas rápidas.
Lo que a todo ser vivo le ocupa y le pone en movimiento es la lucha por la vida. Pero con la vida una vez asegurada no hemos hecho nada aún; necesitarnos sacudir la carga del hastío, hacerla insensible, matar el tiempo, es decir, matar el aburrimiento. En consecuencia con esto vemos que todas las personas que han conseguido ponerse a cubierto de la necesidad y las preocupaciones por la subsistencia después de haber sacudido todas las cargas, son ellos una carga para sí mismos y ven con alegría cada hora que matan, es decir, cualquier abreviación de su vida, en cuya posible prolongación habían empleado hasta entonces todas sus fuerzas. El aburrimiento no es un mal que se deba tener en poco, deja en el rostro la huella de una verdadera desesperación. Hace que seres corno los hombres que tan poco se aman se busquen unos a otros, siendo por esto el origen de la sociabilidad. El mismo Estado se previene contra el aburrimiento de los ciudadanos como contra otras calamidades, porque este mal, así como su contrario, el hambre, puede lanzar al hombre a los mayores excesos: el pueblo necesita panem et Circenses. El riguroso sistema penitenciario de Filadelfia convierte en instrumento de suplicio el aburrimiento por medio de la soledad y la inacción; y es tan temible que los penados recurren al suicidio. Así como la necesidad es el látigo del pueblo, el tedio lo es de las gentes principales. En la vida burguesa está representado por el domingo, así como la necesidad por los seis días restantes de la semana.
Ahora bien, entre el querer y el lograr se desliza la vida humana. El deseo es por su naturaleza doloroso; la satisfacción engendra al punto la saciedad; el fin era sólo aparente; la posesión mata el estímulo; el deseo aparece bajo una nueva figura, la necesidad vuelve otra vez, y cuando no sucede esto, la soledad, el vacío, el aburrimiento, nos atormentan y luchamos contra éstos tan dolorosamente como contra la necesidad. Para que una vida transcurra felizmente es necesario que entre el deseo y la satisfacción no medie un tiempo ni demasiado corto ni demasiado largo, porque de este modo se reduce el sufrimiento que ambos causan. Pues lo que constituye la parte más hermosa de la vida y nos proporciona los más puros goces, a saber, el conocimiento puro, extraño a toda volición, el gusto de lo bello, los depurados placeres del arte, precisamente porque nos apartan de la vida real, transformándonos en espectadores desinteresados, como exigen raras dotes, sólo es patrimonio de unos pocos y aun a estos mismos sólo les divierte como un sueño pasajero y aún les hace más susceptibles de grandes sufrimientos y los aísla de los otros marcadamente inferiores a ellos, por lo que todo viene a compensarse. Pero a la inmensa mayoría de los hombres le son poco accesibles los goces intelectuales; el placer que proporciona el conocimiento puro les es casi completamente desconocido; están completamente entregados al deseo. Por lo cual, si algo les interesa deberá ser (y esto ya va en la significación misma de la palabra) lo que excite su voluntad, aunque no sea sino por una relación lejana y sólo posible con ella; pero no deben pasar de aquí, porque su esencia consiste más en el querer que en el conocer; la acción y la reacción es su único elemento. Expresan de la manera más ingeniosa esta su naturaleza, y así, por ejemplo, escriben su nombre en los lugares célebres que visitan, reaccionando de esta manera, actuando sobre las cosas, ya que las cosas no actúan sobre ellos; no pueden limitarse a observar una animal raro y exótico, sino que lo estimulan, lo excitan, juegan con ellos para sentir la acción y la reacción. Pero sobre todo, esta necesidad de estimular la voluntad se manifiesta en la invención y cultivo de los juegos de naipes, que es la expresión más apropiada de este lamentable lado de la humanidad.
Pero sea cual sea la acción de la naturaleza y de la suerte y trátese de quien se trate y de lo que posea, no se sustraerá nunca al dolor de vivir.
HhleidhV d’ ymwxen, idwn eiV ouranon eurun. (Pelides autem ejulavit, intuitus in coelum latum.)
Y a su vez.
ZhnoV mpn paiV ma KronionoV, autar oizun Eixon areiresimn. (Jovis quidem Filius eram Saturnii; verum aerumnam Habebam infinitam.)
Los esfuerzos incesantes para desterrar el dolor no consiguen otra cosa que variar su figura: ésta es primordialmente carencia, necesidad, cuidados por la conservación de la vida. Al que tiene la fortuna de haber resuelto este problema, lo que pocas veces sucede, le sale de nuevo el dolor al paso en mil otras formas, distintas, según la edad y las circunstancias, como pasiones sexuales, amores desgraciados, envidia, celos, odios, terrores, ambición, codicia, enfermedades, etcétera. Y cuando no puede revestir otra forma toma el ropaje gris y tristón del fastidio y el aburrimiento, contra el cual tantas cosas se han inventado. Y aunque se consiguiese alejar éste, difícil sería que no volviese en cualquiera de las otras formas para empezar otra vez su ronda; pues entre dolor y aburrimiento se pasa la vida. Por mucho que nos abatan estas consideraciones, quiero, sin embargo, poner la atención en uno de sus aspectos, del cual podemos obtener un consuelo y quizá una estoica indiferencia ante nuestras propias desdichas. Pues la impaciencia con que las conllevamos depende en gran parte de que las consideramos contingentes, es decir, como traídas por una serie de causas que muy bien pudiera haber sido otra. Pues los males que consideramos como necesarios y generales, la vejez y la muerte y muchas molestias de la vida diaria, no suelen preocuparnos. La consideración de que se trata de una circunstancia casual es precisamente lo que nos proporciona dolor, lo que da al hecho su aguijón. Pero si llegáramos a convencernos de que el dolor como tal es esencial e inseparable de la vida y la forma en que se presenta, lo único accidental y, dependiente del acaso, de que nuestra vida presente ocupa un lugar en el que sin cesar pronto sería reemplazada por otra alejada ahora del mismo y que por consiguiente el destino poco nos puede quitar; tal reflexión, en caso de convertirse en viva persuasión, podría suministrarnos una buena dosis de ecuanimidad estoica, disminuyendo en gran parte nuestros angustiosos temores egoístas. Pero de hecho, tal poderoso dominio de la razón sobre los dolores que sentimos de un modo inmediato pocas veces o nunca se encuentra.
Por lo demás, esta consideración sobre la inevitabilidad del dolor y la sustitución de unos dolores por otros y de la aparición de nuevos males por la repetición de los anteriores, puede llevarse hasta sostener la hipótesis, paradójica, pero no absurda, de que en cada individuo está determinada de antemano la medida del dolor que ha de soportar por su naturaleza, medida que no puede contener ni más ni menos de lo que en ella cabe, aun cuando la forma del dolor pueda variar. Según esto, su próspera o adversa fortuna no procedería del exterior, sino del interior y variaría por su disposición física en las distintas épocas, pero en conjunto sería la misma y no distinta de lo que se llama temperamento, o más exactamente, el grado que posee de sensibilidad ligera o fuerte, o como Platón dice en el primer libro de la República: eukoloV o duskoloV de humor fácil o difícil.
El hecho, observado frecuentemente, de que los grandes dolores nos hacen insensibles a los pequeños y a la inversa, que a falta de grandes sufrimientos, las más pequeñas contrariedades nos atormentan e irritan, habla a favor de esta hipótesis; pero además, la experiencia nos enseña que cuando soportamos una gran desgracia que sólo con pensar en ella nos estremecíamos, nuestro ánimo sigue siendo siempre el mismo una vez experimentado el dolor primero; y, a la inversa, cuando alcanzamos una dicha largo tiempo apetecida, apenas nos sentimos más contentos ni más alegres que antes, una vez pasado el primer momento. En el instante mismo de producirse tales cambios la emoción es fuerte y se sale de lo corriente, manifestándose en exclamaciones de desesperación o de júbilo, pero como efecto de una ilusión cesa pronto. La desesperación o el júbilo no eran debidos al dolor ni al gozo presentes, sino a la perspectiva de un porvenir anticipado. Lo que tan anormales proporciones les permite adquirir es esta anticipación de lo futuro; por eso se comprende que no puede tener gran duración.
Podemos hacer notar también en apoyo de nuestra hipótesis de que el sentimiento está en parte, como el conocimiento, determinado a priori que la alegría o la tristeza humanas no son producto de circunstancias exteriores, como la riqueza o la posición social, puesto que hallamos tantas caras alegres entre los ricos como entre los pobres. Notemos también que los motivos de suicidio son diferentes según los hombres, pues con dificultad hallaríamos desgracia alguna tan grande que condujera al suicidio en todos los caracteres y pocas hay entre las más pequeñas que no hayan conducido alguna vez a esta determinación. Por consiguiente, no siendo igual en todos los momentos el grado de alegría o de tristeza no lo debemos atribuir al cambio de las condiciones exteriores sino al del estado interior o a la disposición física. Cuando la satisfacción va creciendo, hasta llegar a la alegría, el cambio se produce ordinariamente sin motivo alguno exterior. En efecto, nuestro dolor es muchas veces provocado por algún accidente exterior, y esto es indudablemente lo que nos perturba y aflige, porque creemos que si hubiera modo de suprimir dicho accidente experimentaríamos gran contento. Pero esto es mera ilusión. La cantidad de alegría y tristeza, según hemos dicho, es siempre la misma en cada instante, y con respecto a ella aquel motivo de tristeza es lo que para el cuerpo un vejigatorio que llama a sí todos los males humores repartidos por el organismo. Sin esta causa determinada e interior el dolor correspondiente a nuestra naturaleza, y por lo tanto inexcusable, estaría repartido en muchos puntos y se manifestaría bajo la forma de mil pequeñas contrariedades o caprichos extravagantes por cosas a las que no damos en el momento importancia alguna, porque nuestra capacidad de dolor está saturada por un padecimiento mayor que ha concentrado en un solo punto todos los dolores distribuídos hasta entonces en diferentes lugares. Igualmente, si el éxito en un negocio nos libera de la inquietud que nos angustiaba, ésta es luego sustituida inmediatamente por otra, cuya sustancia existía ya en nosotros pero que no lograba aparecer en la conciencia para agitarla por estar ésta colmada ya; tal motivo de inquietud pasaba inadvertido, como forma nebulosa y sombría, en el límite extremo de nuestra conciencia. Pero cuando ha encontrado ya un puesto se destaca como cuidado positivo y ocupa el trono de la inquietud dominante (prutaennonsai); y aun siendo más pequeño que el desaparecido, sabrá hincharse hasta igualar en magnitud y así, como primer cuidado del día, llenar completamente el trono.
Las alegrías excesivas y los más vivos dolores se suelen encontrar en una misma persona, pues aquéllas y éstos se condicionan recíprocamente y tienen por condición común una gran vivacidad de espíritu. Según hemos visto, ambos provienen no tanto de lo presente como de la consideración de lo porvenir. Pero siendo el dolor esencial de la vida y hallándose determinado en sus proporciones por la naturaleza del individuo, los cambios repentinos provenientes del exterior no pueden determinar su grado. Toda alegría excesiva (exultatio, insolens laetitia) nace siempre de creer que hemos hallado en la vida una cosa que no puede hallarse jamás: la desaparición definitiva de los cuidados que nos atormentan y que renacen sin cesar. Cada una de estas ilusiones nos es arrebatada más tarde y su pérdida nos produce entonces tanto dolor como alegría nos produjo su aparición. Pudiéramos compararla a una montaña escarpada a la cual no se debe subir porque no hay modo de bajarla más que dejándose caer desde su cima: una caída de este género es todo dolor repentino y exagerado y procede de la pérdida de la ilusión. Siendo esto así, deberíamos evitar todo extremo, procurando contemplar el conjunto y el encadenamiento de las cosas con ánimo sereno y sin atribuirles nunca los colores que desearíamos que tuviesen. El empeño principal de la moral estoica fue emancipar el ánimo de esta quimera y de su consecuencia e inculcarle en cambio una perfecta ecuanimidad. De este mismo sentimiento se encuentra penetrado Horacio en la conocida oda:
Aequam memento rebus in arduis Servare mentem, non secus in bonis Ab insolenti temperatem Laetitia.
Pero la mayor parte de las veces nos negamos a aceptar esta idea, como nos negaríamos a beber una medicina amarga, esta idea de que el dolor es esencial a la vida y no proviene del exterior, sino que cada uno de nosotros lo llevamos dentro de nosotros mismos, como un manantial que no se agota. Siempre buscamos una causa o un pretexto exterior del dolor que no se separa de nosotros; somos como el hombre libre que se crea un ídolo para tener un amo. Pues infatigablemente volamos de deseo en deseo, y aunque ninguna realización, por mucho que prometa, pueda satisfacernos y no sea más que un vergonzoso error, nos empeñamos, no obstante, en no comprender que estamos haciendo el trabajo de las Danaides y corremos incesantemente hacia nuevos deseos.
Sed, dum abest quod avemus, id exsuperare videtur Caetera; post aliud, quum contigit illud, avemus; Et sitis aequae tenet vitai semper hiantes. (Lucr., III, 1095)
Así continuamos hasta el infinito, lo que es más raro y ya impone una cierta fuerza de carácter, hasta que encontramos su deseo que no podemos satisfacer ni renunciar; entonces poseemos en cierto modo lo que anhelamos, a saber: algo a lo que podemos achacar siempre el ser la causa de nuestros dolores, en vez de acusar a nuestro propio ser; este algo nos malquista con la suerte, pero nos reconcilia con la vida porque aleja de nuestro espíritu la idea de que el dolor es parte de nuestra naturaleza y de que toda dicha es imposible. La consecuencia de este proceso es una disposición algo melancólica. El hombre lleva en sí entonces un grande y único dolor que le hace olvidar todas las alegrías y todas las aflicciones menores. Esto constituye ya una actitud más digna que no la carrera incesante en pos de fantasmas que varían continuamente.

En El mundo como voluntad y representación, libro cuarto, § 57