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viernes, 22 de agosto de 2025

La piedra

Amanece sin promesa. La luz entra por las lamas como un agua que no limpia. Julián abre los ojos y lo primero que siente es el peso exacto de estar aquí, ahora, sin árbitro ni público. El techo no responde, las paredes no absuelven. La respiración de Lucía, a su lado, es un mar manso que no sabe nada de él. En la otra habitación, dos auriculares encendidos bajo dos mantas —Marina, diecisiete; Sara, dieciséis— marcan el compás de una edad que no admite preguntas.

El móvil vibra. No hay “hoy sí” ni “hoy no”: hay hoy. Julián apaga la alarma con un gesto de oficio, se sienta en la cama, pone los pies en el frío. En la cocina, la cafetera resopla como una bestia pequeña y obstinada. El vidrio de la ventana está sucio por dentro: la ciudad insiste aunque uno no la mire. Tostadas. El olor del pan oscuro asienta la mañana como si la clavara a la mesa.

Lucía aparece con el pelo recogido, la frente arrugada por una migraña que lleva dándole puntadas desde la noche. —Hoy no hables fuerte —dice. —Hoy no hace falta —contesta él.

Entra Marina con un cuaderno lleno de flechas que prometen ser un esquema; entra Sara, con prisa oficial, buscando un cargador que el mundo le debe. Se besan sin solemnidad. El ruido de los vasos, la leche derramada, un “¿quién cogió…?” y un “yo no fui” al mismo tiempo. Es la liturgia mínima de una casa sin santos. A Julián le alcanza. No le redime. Le alcanza.

Baja a la calle. El aire de la mañana tiene la temperatura de un metal trabajado. En la parada del autobús un hombre reza con los ojos abiertos; una joven lee la pantalla como si leyera su suerte. Cuando el vehículo llega, la gente sube sin voluntad de pelea, obedeciendo un orden aprendido a base de fricción. Julián se agarra a la barra. La ciudad fluye por la ventana como una película que no espera aplausos.

Trabaja en el padrón municipal. Papel, sellos, impresoras que, si se quedan sin tinta, no se quejan: se callan. Marca tarjeta. “Buenos días, Julián”, le dicen sin pedir a cambio que lo sean. Él asiente; no afirma nada.

A las nueve en punto, el mundo llega en fila. El primero, un hombre que necesita un certificado para casarse. Trae los papeles en una carpeta roja como si contuviera un corazón. El segundo, una mujer con un niño en un carro; el niño lo mira todo con esa seriedad que sólo los muy vivos conocen. Julián explica, apunta, subraya: “Aquí, el segundo apellido; aquí, su firma; aquí, la fecha”. La exactitud es su forma discreta de ternura.

Y entonces llega ella. Cuarenta y tantos. Un abrigo demasiado grande para su cuerpo, como si hubiera adelgazado dentro en pocos días. No saluda; no es descortesía, es que el saludo es una ceremonia para los vivos. —Vengo a por el certificado de defunción —dice, sin temblor—. De mi hijo. La palabra hijo no golpea: se posa. Pero pesa. Trae un sobre con informes, fotocopias, un DNI que ahora es una foto sin futuro. El nombre del muchacho queda en la mesa como un cuchillo apagado. Se llamaba Daniel. Años: ocho. Fecha: ayer.

Julián abre el programa, teclea, pide el libro. La pantalla responde con su sinceridad mecánica. Marca, corrige una tilde, retrocede, vuelve a escribir. Sabe —lo sabe en la piel— que aquí la compasión es ortografía. Si el acento cae donde no debe, el mundo añade una violencia inútil. A veces la decencia consiste en no añadir peso a lo que ya no respira.

La mujer aprieta el borde del mostrador con dos manos pequeñas. Cuenta, por decir algo, que todo fue rápido, que el pediatra dijo “complicación”, que hubo luces demasiado blancas y una máscara que olía a goma. No está llorando. La ausencia de lágrimas no alivia; ordena. El niño, dice, tenía miedo de las radiografías. Le prometieron un helado después. No hubo después.

La impresora arranca. El rodillo avanza con la indiferencia de una máquina anciana. El folio sale lentamente, como si dudara de su propia utilidad. Julián lo coge antes de que caiga, lo revisa con la precisión que se exige a los cirujanos y a los carniceros. Escribe, a mano, un acento que la base de datos se negó a entender. Sella. La palabra defunción estalla muda en el sello.

—Revise si está todo correcto —dice. La mujer lee como quien reza. Los apellidos están completos. La fecha, exacta. El nombre, entero. Asiente. “Gracias.” Sólo esa palabra, sin adjetivos. Pero en su garganta la palabra parece arrastrar una cadena.

No ofrece frases. Nadie las necesita. Le abre la puerta. La mujer se va. No hay música. El aire no cambia de color. A veces, piensa Julián, lo único que puede hacer un hombre es impedir que la mentira se cuele en las letras. Es poco. Es enorme.

Vuelve la cola. Vuelve el mundo. Un chico pide un volante de empadronamiento para un subsidio; una anciana pregunta si su nieto puede figurar con ellos sin vivir allí. Todo es pequeño y sin embargo suficiente para gastar una vida.

A media mañana, en el bar de la esquina, el café está demasiado caliente y le quema la lengua. En la tele repiten las imágenes de una evacuación en algún lugar del mapa donde la tierra también pesa. Nadie mira. Nadie aparta la vista. Es lo mismo. Julián piensa que el dolor ajeno no se mide por decibelios, sino por su presencia: seguir mirando sin curiosear, no apartar la mano del imán cuando ya duele. Termina el café. Vuelve.

Después de las doce, un rumor crece en la plaza. Desde la ventanilla se oyen voces. “Ya están”, dice alguien. “¿Quiénes?” “Los del juzgado.” Se asoma. Un oficial lee con voz de trámite; una mujer del tercero —la ha visto a veces en el ascensor, ojos claros, un niño de dinosaurios— sostiene una bolsa con ropa. El cerrajero apoya la caja de herramientas en el suelo como quien prepara un altar. El taladro rompe el silencio. Es un ruido que no dice “abre”; dice “entra el invierno”. Los vecinos miran desde los balcones como un jurado que no vota.

Julián baja. No porque pueda hacer algo —no puede—, sino para estar. Estar es su oficio secreto. La mujer del tercero no grita. El niño, con un T-Rex de plástico con la mandíbula rota, se pega a su pierna. Un hombre del banco habla de “procedimiento” sin mirar a nadie a los ojos, no por maldad, sino por economía. El oficial le ofrece a la mujer diez minutos; la mujer asiente como si los minutos fueran agua que no llega a la boca.

—¿Necesita que cargue algo? —pregunta Julián. —La cuna —dice ella, señalando una madera desmontada que fue sueño hace un año.

La cuna pesa menos que el papel sellado de la mañana. Sin embargo, a cada peldaño del portal, Julián siente que levanta una forma del mundo que no sabrá dónde descansar esta noche. El niño sube detrás, subiendo de dos en dos los escalones con una concentración feroz, como si eso fuera una responsabilidad. Arriba, en el rellano, la mujer aprieta el tirador de la cuna como si quisiera arrancarle una explicación. Nadie la tiene. Nadie la tiene y nadie la debe.

Cuando todo termina, la puerta queda abierta a un piso que ya no les pertenece. El eco tarda un segundo más en morir. Los vecinos cierran las ventanas. El oficial firma un papel con pluma. El cerrajero recoge la viruta metálica como si fueran migas. Julián se queda un poco más en el portal, mirando el hueco, guardando el silencio como se guarda un secreto: sin fe en que sirva, con la certeza de que traicionarlo sería peor.

Vuelve a la oficina. El reloj de pared no se conmueve. Pone sellos. Explica. Llega la una y media. Le llaman del instituto: Marina se ha peleado con una profesora por un trabajo no entregado. “Ha sido un malentendido”, dice la secretaria. Mal-entendido: eso que entre los vivos pesa más que muchos cadáveres. Julián va. El pasillo de baldosas bruñidas le recibe con ese olor a desinfectante que convierte todo en hospital. En el despacho, la profesora habla de plazos; Marina, del cansancio. Ninguna miente. Él escucha y reparte responsabilidades como quien reparte agua en una barca: poca, equitativa, sin prometer costa. Al salir, su hija le dice, con esa furia limpia de quien aún cree que el mundo atiende razones: —No me entienden. —Nos entendemos lo suficiente —responde. No intenta curar. Acompaña.

La tarde se derrama sin novedades. La vida, cuando cumple su amenaza de no sorprender, tiene un filo que corta bajo la ropa. Compra pan. En casa, Lucía cose un dobladillo como si cerrara una herida pequeña. Sara estudia con la frente fruncida; subraya en verde y luego en amarillo como si buscara la puerta en un bosque.

Cenan. El telediario trae cifras. Los números no sangran, y por eso engañan. Lucía los apaga. Se quedan con el ruido del cubierto en el plato. Julián levanta los ojos y ve, de golpe, una claridad urgente: este es el único reino donde puede mandar algo. Pasa el pan. Llena vasos. Se ríe de un chiste malo. No hay trascendencia aquí; hay trayecto.

Después, saca la basura. La noche, ese teatro sin decorado, le sale al paso sin actores. En la acera, un hombre joven llorando con una moto al lado le pide un mechero. No fuma. Lo siente como quien no lleva encima la medicina de otro. Le ofrece agua. El chico bebe. “No es nada”, dice, y ya sabemos —los dos— que eso nombra lo más pesado. Se dan la mano. Nadie queda salvado. Pero uno y otro salen menos solos de ese segundo.

A la vuelta, decide caminar un poco. El aire huele a pan viejo y a metal. En la avenida han montado un control de alcoholemia. Conos, chalecos reflectantes, una luz azul que hace de la noche un cuarto de hospital. Un agente le indica que orille. Todo en la escena replicaría al teatro de una culpa si no fuera porque aquí nadie pretende un sentido: sólo un resultado.

—Sople hasta que pite —le dice el guardia, amable por cansancio.

Julián toma el tubo, inhóspito como una boca de muerto. Sopla. Sopla. La respiración, ese gesto íntimo, se vuelve trámite. Mientras expulsa el aire, piensa con una claridad casi insultante que así podría ser el final de cualquiera: una luz blanca, una orden que nadie discute, un objeto frío entre los labios, la espera del pitido que no depende de uno. Sopla un poco más. En ese hueco —ese segundo antes del sonido— siente la indiferencia pura del mundo y, dentro de esa indiferencia, su decisión: no pedir clemencia, no fingir grandeza. Estar. Sostenerse.

El aparato pita. Cero. El guardia asiente. “Puede continuar.” No hay alivio: hay continuidad. Arranca. La calle repite sus farolas. Una mujer cruza con un perro que no quiere cruzar. Un hombre habla solo. El mundo, intacto, no le debe cuentas.

En casa, apaga todas las luces menos una. Las chicas siguen discutiendo por algo tan importante como cualquier cosa: un cable, un jersey. Lucía le enseña un vestido casi terminado. “Para octubre”, dice. Octubre está lejos y ya es ayer. Julián le toma la mano. La piel conoce mejor que las palabras la matemática de lo real.

Se acuestan. Él se queda un rato despierto, de cara al techo, como si asistiera a la proyección de un cielo que no muestra constelaciones, sino manchas de humedad. Repasa el día sin buscar hilo: el nombre del niño en tinta negra; la cuna bajada a pulso; el tubo de plástico entre los dientes; el “gracias” sin adjetivos; la risa rota en la esquina; la luz blanca de los conos haciendo de la calle una sala de espera interminable. Nada explica a lo otro. Todo pesa lo suyo.

Si alguna vez le pidieran una teoría, diría esto: no espera premio y no se resigna. No se engaña con el consuelo ni se casa con la desesperación. Su fidelidad no es a una idea, es a los cuerpos: a las manos que acercan un vaso de agua, a los dedos que corrigen una tilde, a los brazos que bajan una cuna, a la boca que sopla en un tubo sin pedir favores al cielo. Que nadie venga a prometerle sentido: el único “sí” que conoce se lo arranca al día que lo niega.

Se duerme así, sin oración ni contrato. Afuera una moto se aleja; arriba una lavadora centrifuga; en la habitación contigua dos adolescentes negocian la paz como diplomáticas tercas. Antes de rendirse al sueño, un pensamiento breve y nítido le cruza la cabeza como una cerilla: no hay más grandeza que esta lucidez que no huye, esta obstinación sin aplausos. Mañana volverá a levantar su piedra. No porque crea que llegará a la cima, sino porque en el gesto de empujar —exacto, consciente, sin coartadas— hay una forma de alegría seca que no le deben y que, sin embargo, existe. Y ese existir, desnudo, feroz y cotidiano, es todo su orgullo.


martes, 20 de mayo de 2025

El olvido

Hace algo más de un mes que mi padre falleció y ya se va haciendo patente que el proceso de su borrado existencial está en marcha. Ya acabaron las condolencias y apenas se menciona su obra o su nombre. Ya nadie busca sus vídeos ni señala sus fotografías. Si fue bueno o malo, y los reproches que antaño le acompañaban también se fueron. Ya no importa que bebiera o que se emborrachara, ni que llevara una vida desordenada. Ya no importan sus rarezas ni su soledad. Ya no importa su rebeldía ni sus historias vividas que mil veces nos contó. Sus memorias junto con sus partícipes también se fueron. No queda apenas ya rastro de su vida y su sufrimiento, de su lucha continua. No queda nada ya de lo que un día fue. Ha sido borrado del mundo y de la historia. ¡Y sólo ha pasado un mes!

Y da igual lo que un día fue ahora ya no es nada, y nada será por el resto de la eternidad. La naturaleza es indiferente hacia el individuo; es indiferente hacia la raza, hacia el reino animal, hacia la vida en sí; el cosmos es simplemente una cruel maquinaría termodinámica. Sin razón ni sentido maś allá de ser del modo que es. También yo pasaré muy pronto al absoluto olvido universal. Mis acciones y decisiones serán borradas, mis aciertos y errores serán insignificantes. Caerá el velo de maya y se manifestará la maligna realidad: no somos nada, nunca lo hemos sido. El hecho de nacer no implica que seamos algo, eso es solo una ilusión cognitiva muy humana. La cruda verdad es que tan pronto como nacemos el olvido nos acecha en cada esquina y nos alcanza siempre. Miles de millones de personas ya fueron barridas del mundo, sin dejar rastro alguno. Otros tantos miles de millones correrán la misma suerte con el tiempo. Finalmente, de un modo u otro, nuestra especie desaparecerá y será reemplazada por otro fenómeno natural y caerá entonces sobre ella la completa aniquilación, y ya no sólo sobre todos nosotros como individuos sino también sobre toda nuestra obra como humanidad. La vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción. Sí, la vida es tragedia. Y es tragedia porque no sólo nuestro sacrificio como ser es en vano, sino porque además lo comprendemos; intuimos que nuestra vida es un sacrificio absurdo y a la vez inevitable, un sinsentido que no somos libres para no seguir. El olvido de mi padre me ha enseñado, quizás como última lección, que la conciencia no es nada más que un relámpago entre dos eternidades de tinieblas. Sinceramente os digo que no hay nada más execrable que la existencia.

Como escribió Miguel de Unamuno:

"Quitad la propia persistencia, y meditad lo que os dicen. ¡Sacrifícate por tus hijos! Y te sacrificarás por ellos, porque son tuyos, parte prolongación de ti, y ellos a su vez se sacrificarán por los suyos, y estos por los de ellos, y así irá, sin término, un sacrificio estéril del que nadie se aprovecha. Vine al mundo a hacer mi yo, y ¿qué será de nuestros yos todos? ¡Vive para la Verdad, el Bien, la Belleza! Ya veremos la suprema vanidad, y la suprema insinceridad de esta posición hipócrita."

De hecho, lo más cercano que podemos estar de pretender conocer algo dentro de este circo irracional que llamamos mundo, es lo que Leopardi magistralmente nos contó:

"Tiempo llegará en que este Universo y la Naturaleza misma se habrán extinguido. Y al modo de grandísimos reinos e imperios humanos y sus maravillosas acciones que fueron en otra edad famosísimas no queda hoy ni señal ni fama alguna, así igualmente del mundo entero y de las infinitas vicisitudes y calamidades de las cosas creadas no quedará ni un solo vestigio, sino un silencio desnudo y una quietud profundísima llenarán el espacio inmenso. Así este arcano admirable y espantoso de la existencia universal, antes de haberse declarado o dado a entender, se extinguirá y perderáse."

Esta es mi creencia; esta mi desesperación: la del insalvable sentimiento trágico de la vida.


Te echo de menos 😢



viernes, 25 de abril de 2025

Sintiendo las primeras chispas del AGI con los últimos modelos de IA de OpenAI

Es increible todo lo que ha avanzado la IA en los últimos 4 años. Este vídeo lo ha generado un script de python que tengo en mi empresa el cual es un bot de Slack capaz de generar imágenes y audio usando los últimos modelos de IA de OpenAI. Le pase en el chat de un canal como input la imagen siguiente con la famosa frase de Ligotti:


La personalidad que le hemos puesto a esta demo interna en nuestra empresa es la de cura gallego y le pedimos junto a la imagen que generase una ilustración y un audio con una reflexión sobre la frase adjunta. El resultado es asombroso como poco. Nadie jamás habría pensado hace cuatro años que la IA llegaría tan pronto a este punto Pre-AGI (el siguiente vídeo en formato mp4 mezclando el audio y la ilustración también lo generó la propia IA):
 

viernes, 7 de junio de 2024

La última conversación

"Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y habría podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué importaba que Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault? Comprendía, pues, este Condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me ahogaba gritando todo esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció."
(El extranjero, Albert Camus)



I

Mi padre murió hoy. O tal vez fue ayer, no lo sé. El hospital me llamó en la mañana, diciendo que su tiempo se agotaba y que debía ir a verlo. Caminé lentamente, sin prisa, como si el tiempo no importara. Los pasillos del hospital, blancos y silenciosos, estaban impregnados de un olor a desinfectante que anunciaba la muerte. Cada paso resonaba en mi cabeza como el eco de una sentencia, el murmullo lejano de una verdad ineludible que estaba por enfrentar.

La luz en la habitación era demasiado fuerte, el sol brillaba implacable a través de las ventanas. Mi padre yacía en la cama, apenas una sombra del hombre que una vez fue. El cáncer había esculpido su cuerpo con una precisión despiadada, dejando solo huesos y piel. Al verlo, sentí una punzada de desesperanza ante la absurda crueldad de la existencia. La imagen de su cuerpo demacrado era una grotesca escultura que la vida y la enfermedad habían cincelado sin piedad.

Sus ojos, apagados pero aún capaces de reconocerme, se encontraron con los míos. "Sami", susurró, su voz apenas un murmullo. Me acerqué y tomé su mano, fría y frágil. No había necesidad de palabras grandilocuentes; ambos sabíamos que esta sería nuestra última conversación. Me pregunté si sentía miedo, si encontraba algún consuelo en sus últimos momentos, pero no se lo pregunté. Algunas preguntas, sabía, eran innecesarias, tal vez incluso crueles.

"Qué vida esta", dijo después de un largo silencio, esbozando una sonrisa débil pero genuina. No pude evitar sonreír también, recordando los innumerables momentos en que habíamos compartido esa frase. Asentí, sin saber realmente qué decir. Las palabras me parecían inútiles en ese momento. Nos quedamos en silencio, escuchando el tic-tac del reloj en la pared, cada segundo marcando el paso hacia lo inevitable. Sentí una paz extraña, una aceptación del ciclo natural de las cosas.

La habitación estaba llena de una quietud que parecía eterna. Reflexioné sobre la futilidad de todo. Mi padre había vivido una vida llena de esfuerzos y luchas, solo para ser reducido a esto: una existencia frágil, a merced de una enfermedad implacable. Cada logro, cada sacrificio, todo parecía perder su significado ante la certeza de la muerte. La vida, en su esencia, se revelaba como una repetición interminable de actos sin sentido, destinados a ser olvidados.

En esos momentos de calma aparente, recordé las historias que solía contarme cuando era niño. Historias de valentía y sacrificio, de amor y pérdida. Historias que ahora parecían tan lejanas, tan irreales. En la penumbra de esa habitación, su voz resonaba en mi memoria, enseñándome las lecciones de la vida que solo ahora, en este último momento, empezaba a comprender verdaderamente.

El silencio fue roto solo por su respiración, cada vez más lenta, más pesada. Sabía que el final estaba cerca. Cerré los ojos, escuchando su último suspiro, y en ese momento, sentí una conexión profunda con todo lo que nos rodeaba. Al morir, algo dentro de mí también murió. Todo lo que había conocido y sentido se desmoronó en un instante. Con su último aliento, un lamento profundo y desgarrador surgió desde lo más hondo de mi ser, un lamento que parecía contener el sufrimiento acumulado de toda la humanidad. Era como si, en ese momento, todo el dolor y la angustia de la existencia humana se hubieran concentrado en mí, abrumándome con su intensidad.

La realidad de la muerte me golpeó con fuerza. Sentí un vacío abismal, una soledad infinita. Recordé los días de mi infancia, su risa resonando en el aire, sus palabras de aliento y los consejos que ahora parecían tan lejanos, tan inútiles. Mi mente volvió a nuestra última conversación, su voz débil diciendo "qué vida esta", y la realidad de la muerte se hizo más palpable. Comprendí entonces la indiferencia del universo, su frialdad y su silencio eterno.

Una explosión de dolor y rabia brotó de mi pecho, una erupción de emociones que llevaba años acumulándose. Sentí una certeza abrumadora sobre la vida y la muerte, una certeza que me llenaba por completo. Todo lo que había hecho, todo lo que no había hecho, cada elección y cada paso parecían irrelevantes ante la inminencia de la muerte. Había vivido de una manera y podría haber vivido de otra, pero al final, nada de eso importaba. Lo único que realmente tenía era este momento, esta verdad que me poseía tan completamente como yo la poseía a ella.

Me quedé en la habitación por un tiempo, observando su cuerpo inerte. Parecía que incluso en la muerte, el sufrimiento no lo había abandonado del todo. Su rostro, aunque tranquilo, mostraba las huellas de una batalla larga y dolorosa. Me pregunté si había sentido paz al final, si había encontrado algún consuelo en sus últimos pensamientos. Me aferré a la esperanza de que, en algún nivel, había logrado una especie de reconciliación con su destino.

II

Salí del hospital, cegado momentáneamente por la luz del sol. La vida seguía su curso, indiferente a nuestra tragedia personal. La gente caminaba por las calles, los niños jugaban, los autos pasaban, todo seguía igual, como siempre. En la indiferencia del mundo, vi reflejada la esencia misma de la existencia: carente de propósito, pero ineludiblemente real.

Caminé sin rumbo por un tiempo, perdido en mis pensamientos. La ciudad seguía viva a mi alrededor, ajena a mi dolor. El bullicio de la vida cotidiana contrastaba brutalmente con la quietud que sentía por dentro. Pensé en cómo cada persona que pasaba a mi lado tenía su propia historia, sus propias luchas y penas. Todos, en algún momento, enfrentaríamos el mismo destino, la misma nada al final del camino.

Regresé a casa, pero en lugar de entrar, me dirigí al jardín, donde estaba la vieja higuera. Allí, bajo su sombra, se encontraba la silla de mi padre. Era su lugar favorito, donde solía sentarse a leer y a contemplar el mundo. Me senté en la silla, aún impregnada de su presencia, y cerré los ojos.

En ese lugar, sentí una conexión profunda con él. Recordé los momentos que habíamos compartido bajo esa higuera, las conversaciones sobre la vida, sus enseñanzas llenas de sabiduría y simplicidad. Sentí una mezcla de tristeza y gratitud, una aceptación resignada del ciclo de la vida y la muerte.

Estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que nunca antes. Sabía que mi vida y esta muerte eran parte de la misma verdad ineludible. Sí, no tenía más que esto, pero poseía esta certeza absoluta, una certeza que me daba una extraña paz. Lo único que importaba era este momento de claridad, esta breve revelación en la que todo quedaba justificado.

En su muerte, comprendí al fin un poco más sobre la vida y la cruel belleza de nuestra existencia efímera. La rutina diaria, la lucha constante, todo parecía perder su valor, y sin embargo, debía seguir adelante. Porque, al final, quizás lo único que podemos hacer es continuar empujando nuestra carga, día tras día, sin esperanza de redención, pero con la certeza de que, en la aceptación de esta lucha interminable, encontramos nuestra única verdad.


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Nota: por desgracia este relato es un hecho real que me está sucediendo actualmente. También es obvio que el estilo literario y la esencia del contenido es muy similar a la obra de Albert Camus. Es algo intencional.


domingo, 20 de diciembre de 2020

Elige: ¿optimista imbécil o pesimista enfermo?

La idea de la muerte (y del olvido personal) se basa en un hecho firme: ya estuvimos muertos antes de nacer y sin duda volveremos a estarlo. Y este hecho (la muerte del individuo) lo produce mecánicamente el despedazamiento de la estructura física del órgano biológico que llamamos cerebro. Por otra parte; el amor, la pasión, y demás ideas románticas y optimistas, son únicamente fruto de la actividad eléctrica de ese mismo cerebro (propuesto a ser destrozado más pronto que tarde); ¡pero hay que remarcar que este romanticismo no descansa sobre hechos físicos!

Repitámoslo: estas ideas optimistas son GENERADAS INTERNAMENTE (de manera inconsciente en muchas ocasiones) por nuestro cerebro para hacernos actuar (obligarnos a actuar) bajo fines evolutivos: es decir, que son propuestas grabadas ad hoc y que tienen como fin que el soma desechable que equipa el susodicho cerebro en cuestión desarrolle eficientemente su tarea vital de aumento entrópico (a pesar de que esta tarea sea subjetivamente inútil y del reconocimiento consciente de que vamos a desaparecer en cuestión de décadas una vez hayamos consumido toda la energía posible; que por cierto es lo único que le "interesa" al Universo y sus leyes).

Por otra parte el pesimismo como tal ciertamente es otro ideal, pero se basa en un hecho físico que no admite discusión: nuestro concepto del Yo (ser consciente) se esfumará de la realidad en cuanto nuestra estructura cerebral se destruya (lo mismo que no existía antes del nacimiento); una destrucción que ocurrirá en muy poco tiempo: cosmológicamente hablando la vida y las acciones de un individuo no suponen nada, menos que un breve pestañeo. Para más inri, poco después de nuestra muerte todo rastro de nuestro paso por la existencia también será borrado (termodinámica mediante) conforme nuestros seres queridos y nuestras obras vayan también cayendo bajo el yugo de la segunda ley (el paso del tiempo).

En resumen:

Que la pasión, el amor a la vida y demás propuestas optimistas son ideas internas provocadas y promovidas dentro de nuestro cerebro de mono venido a más, el cual tuvo que recibir evolutivamente un apoyo cerebral ad hoc en forma de sesgo (racional) hacia una visión optimista y mágico-religiosa de la realidad. Y estos sesgos, en forma de ideales no correspondidos por la realidad externa, sirven por tanto SIEMPRE en pos del proceso evolutivo: ¡hay que ser feliz aunque estemos de mierda hasta el cuello! ¡Continúa con el (subjetivamente inútil) ciclo vital con fuerza vehemencia y pasión! ¡Actúa como si tus actos importasen para algo! Es decir, piensa lo que quieras siempre y cuando el mandamiento evolutivo de consumo energético y aumento entrópico se mantenga constantemente en el máximo posible dadas las circunstancias. Al mundo se la suda si los humanos son más o menos felices mientras giren en la rueda; resulta que simplemente es evolutivamente más estable un asno ilusamente feliz que un asno realista y amargado.

Porque el pensamiento pesimista se basa en hechos reales y tangibles pero NO es evolutivamente estable (no es afín al principio básico de la Naturaleza: devorar gradientes al mayor ritmo posible). Y esto implica que el pesimista sea un bicho muy raro y marginal dentro de la población. El optimista y el romántico, por contra, aún basando sus ideas en premisas no correspondidas con la realidad (a veces ideas ridículas como las de la trinidad, el hombre hecho a semejanza de Dios, el Bien común, etc.), poseen el don de remar a favor del objetivo termodinámico y por tanto el mundo sesga espontáneamente cerebros con tendencia a pensar de este modo (normalmente ridículo). Son las personas optimistas, románticas, religiosas y crédulas en general las más estables evolutivamente hablando, y su (apabullante mayor) descendencia heredaron (y heredan) esta tendencia durante millones de años hasta nuestros días.

El pesimista es un realista ("enfermo" carente del sesgo optimista) que nada agobiado en la mierda justo hasta caer rendido en el olvido (y el suicidio no es una alternativa aunque lo parezca); mientras que el optimista es un iluso que nada en la mierda pensando como un imbécil que flota en un océano cristalino, hasta que la realidad lo saca de su ensoñación en los últimos segundos de vida, breve instante en el que por fin ven aterrorizados la mierda a su alrededor.

De cualquier modo, y sean cuales sean los ideales de cada uno, el hecho físico insoslayable es que somos meros somas (máquinas de combustión biológicas) OBLIGADAS cuales marionetas a cumplir un fin termodinámico inútil en relación al sujeto pensante (el cual es absolutamente desechable e intrascendente).

martes, 8 de diciembre de 2020

Morir con humildad

 "Se necesita una inmensa humildad para morir. Lo raro es que todo el mundo la posea."

("Ese maldito yo", Emil Cioran)


Uno de los aforismos más inquietantes de Emil Cioran es este que dice que se necesita de una inmensa humildad para morir. Y es cierto. Cada latido de nuestro corazón es un paso más hacia ese desagradable destino que todos sabemos de manera consciente que está ahí al acecho. ¡Y es realmente increíble la humildad y la sumisión con la que hacemos frente a ese conocimiento fatal! Hasta el enfermo terminal al que le dan pocos meses de vida se las apaña para no dejarse llevar neurotizado por la histeria. Al contrario: pasa por las cinco fases del duelo, normalmente alcanzando todo el mundo el punto de la aceptación.

¿Cómo es eso posible? ¿Cómo consigue la humanidad soportar psicológicamente esa lenta pero segura caída por el precipicio? Los ancianos esperan en el geriátrico su salida en bolsa, pero lo hacen como si tal cosa. Como si sus vidas no pendieran ya del hilo de unos días o meses, con suerte de algunos pocos años. 

Nos apagamos todos como efímeras velas; con modestia, con sumisión y obediencia, con suma humillación. Hicimos lo que evolutimamente se suponía que debíamos hacer, y nos disponemos con desgana pero con docilidad a soportar el hecho de que nuestro cuerpo y nuestro Yo no han sido más que el vehículo (soma) por el que la Naturaleza consiguió el espontáneo acto de aumentar la entropía del Universo. Duplicamos las instrucciones con las que crear nuevas máquinas de degradar gradientes, y tras eso nos dejamos llevar por el trauma de la vejez y la enfermedad. Eso sí, con un servilismo supino: trabajando durante ocho horas diarias para así disipar calor con nuestra producción y con nuestro consumo. Nos aferramos con gusto al eterno ciclo de la necesidad, la frustración, la lucha y la satisfacción. Día tras día, minuto a minuto, mientras nuestro desechable cuerpo aguante.

Y además no le vayas a nadie con este depresivo cuento. La gente no quiere dramas; no quieren oír o entender esta realidad, simplemente quieren continuar en la rueda ¡como burros qué más da!, girar y girar con fuerza y con ganas hasta que la parca los arrastre de mala manera hacia el hoyo. Y es que las personas no sólo mueren con una inquietante dignidad, es ¡que también viven con decoro y nobleza! Pocas, estadísticamente hablando, son las personas que se rebelan, se sublevan o se alzan ante el sinsentido existencial. 

¿Cómo puede uno encerrarse en una habitación a trabajar (disipar calor de manera más o menos directa) durante horas y horas a sabiendas de que en pocas décadas su paso por la existencia se habrá borrado por completo de la faz de la Tierra? ¿Cómo es posible que un histerismo generalizado no se lleve por delante a toda la civilización? Porque es que estamos inmersos en un eterno e inmenso Universo donde vamos a morir pronto todos, y donde nadie nos va a recordar pasadas unas pocas décadas...y aún así giramos humildemente en la rueda. El mundo quiere que la entropía aumente al mayor ritmo posible, y como resultado de este ansia acabó emergiendo el proceso evolutivo biológico. Finalmente esa misma evolución cometió el pecaminoso acto de traer vida consiente a la existencia...y asombrosamente la consciencia de la inutilidad subjetiva del ser no provocó el derrumbe mental de este nuevo complejo y eficiente bicho devorador de gradientes energéticos. ¡Al contrario! Empujamos con más fuerza que ningún otro fenómeno visto hasta el momento (al menos en nuestro planeta).

Uno tras otro los necios asnos van apareciendo, empujando la rueda durante un tiempo, creando una (o varias) copias con las instrucciones para construir nuevos borricos, y finalmente son arrojados a la sepultura: polvo al polvo. ¿Para qué empujar? A nadie le importa. ¿Por qué no llamar a la insurrección? A nadie le interesa la rebelión....es más práctico y evolutivamente estable continuar con la inercia. ¿Y por qué aceptar a la vida y la muerte con resignación? Porque nadie cree realmente que vaya a morir. Paradójicamente la histeria se evita con la neurosis: cada cual con la suya, por supuesto. Algunos creen en el más allá o en la reencarnación. Otros creen en el Bien común o en maravillas tecnológicas que pronto nos harán inmortales. Se piensa que llegado el momento nos salvará la medicina o nos salvará el Ángel; pero nadie de verdad cree de corazón que dejará de ser y que todas sus vivencias y actos pasarán al olvido. Y sin embargo así será...

viernes, 14 de agosto de 2020

El caído

"El caído es un hombre como todos nosotros, con la diferencia de que no se ha dignado a jugar el juego. Le criticamos y le huimos, le guardamos rencor por haber revelado y expuesto nuestro secreto, le consideramos a justo título como un miserable y un traidor." 
(Emil Cioran)



Esta mañana mientras desayunaba en un bar me encontré con esta persona. Nunca había visto una cara de sufrimiento mayor. Clara representación de la mayor paradoja trágica de la vida. Fue angustioso observar de primera mano el modo en que ese caído perseveraba y se mantenía en la existencia a pesar de haber perdido todo contacto con los tres métodos de represión del consciente del que nos habló Zapffe (aislamiento, anclaje, y distracción); es decir, lo que nos mantiene a nosotros (los "no-caídos") obnubilados en la fantasía optimista de modo que aguantamos la vida, con más pena que gloria, a pesar del sinsentido existencial. 

Pero como decimos, el caído no tiene ya dónde agarrarse, y aún así se salva a sí mismo inmerso en un huracán de sensaciones y emociones negativas. No llegan a dar el salto, y sufren por tanto de pleno todo el pánico vital desprotegidos ante el irrefrenable instinto de supervivencia que les empuja siempre hacia adelante como peleles, hasta que les llega la muerte...o la locura.

De hecho, a todos nos aterra con razón la visión del mendigo. Y es que nos aparecen como espejos de lo que nos depara el destino si no llegamos a obedecer fielmente los designios evolutivos. Si rechazamos jugar al juego natural; esto es, si no anclamos nuestra vida alrededor de un trabajo, una familia, un ideal; si nos atrevemos a rebelarnos al orden natural. El caído nos expulsa de nuestra ensoñación y nos muestra el modo en que la naturaleza nos ha creado: como esclavos, como marionetas, como somas dispuestos a ser desechados en cuanto cumplimos el único objetivo natural, la reproducción. Somos siervos de la esencia natural y física que nos dio lugar, y precisamente el abatido es el que nos enseña con claridad esta lección. Su dolor nos grita con fuerza: ¡obedece o sufrirás como nunca has podido siquiera imaginar! Y obedecemos, por supuesto; y aborrecemos la imagen del desdichado que dejó de obedecer y que nos revela ahora el secreto que aguarda nuestra existencia: no somos nada, no somos personas, somos marionetas humanas. Resortes autónomos dispuestos a la reproducción y a buscar excusas (anclajes y distracciones) con las que ocultar esta realidad. Mientras uno toma una cerveza en un bar (aislamiento de la realidad), con el fútbol de fondo (distracción) y pensando en sus quehaceres diarios (anclaje), la vida parece soportable, incluso apetecible. Pero ese pordiosero está ahí para recordarnos que en el fondo nada esencial nos separa de él, que son ilusiones psicológicas las que nos parecen llevar mejor vida. Quita esas represiones del consciente y observaras con claridad la crudeza existencial: el espanto vital, la inútil malignidad del mundo, el sinsentido evolutivo. 

miércoles, 15 de abril de 2020

Una reflexión tras 30 días de confinamiento


“En algún apartado rincón del universo, desperdigado en innumerables sistemas solares centelleantes, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y más mentiroso de la “historia universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Después de respirar la naturaleza unas pocas veces, el astro se entumeció y los animales astutos tuvieron que perecer. – Alguien podría inventar una fábula como ésta y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente cuán lamentable, cuán sombrío y caduco, cuán inútil y arbitrario es el aspecto que tiene el intelecto humano dentro de la naturaleza; hubo eternidades en las que no existió; cuando de nuevo se haya acabado, no habrá sucedido nada. Pues no hay para ese intelecto ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano y solamente su poseedor y progenitor lo toma tan patéticamente como si en él se moviesen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos comunicarnos con un mosquito llegaríamos a saber que también navega por el aire con ese pathos y siente que en él se halla el centro volante de este mundo. No hay nada en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que no se hinche inmediatamente como una bota con un mínimo soplo de aquella fuerza del conocimiento; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener sus admiradores, el más orgulloso de los hombres, el filósofo, es totalmente de la opinión de que, desde todas partes, los ojos del universo están dirigidos telescópicamente a sus obras y a sus pensamientos.”

F. Nietzsche ("Sobre la verdad y la mentira en un sentido extramoral")

domingo, 28 de julio de 2019

Después de tanto, todo para nada

Vida
"Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito ¡Todo!, y el eco dice ¡Nada!
Grito ¡Nada!, y el eco dice ¡Todo!
Ahora sé que la nada lo era todo.
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada."

(José Hierro)



La reflexión está servida: 
Si no es por una cosa será otra: causas internas o externas al propio ser humano. Pero, sea como fuere, la cuestión es que es muy poco probable que la humanidad como tal aguante en pie mucho más tiempo. Puede que otro siglo u otro milenio, qué más da. El esfuerzo y la vehemencia de nuestra especie tiene próxima fecha de caducidad: el ciclo reproductivo llegará más pronto que tarde a su fin. Y llegado el momento: ¿de qué habrá servicio tanta lucha y dolor en pos de ese ideal que es el Bien social? ¡Qué trágico es todo! ¡Qué absurdo es ese estéril sacrificio humano! 
Ya en tres ocasiones la humanidad estuvo a punto de extinguirse por motivos naturales. En estos tres puntos históricos, el último de ellos hace apenas un "pestañeo geológico", la población se redujo a poco más de 10.000 personas en todo el globo y fue un "milagro" que no siguiéramos la suerte de los neandertales. La próxima "oportunidad" podría estar cerca y venir en forma de cataclismo natural (asteroides, gran erupción volcánica, cambio climático radical, etc.) o ser causada por nuestra propia conducta (guerra nuclear, edición génica descontrolada, virus o bacteria pandémica, etc). Y ahí está la "gracia", no sabemos ni cómo ni cuándo, sólo que ocurrirá.
De hecho, es bien sabido que lo único que nos permite continuar con esta farsa social es lo mismo que nos permite continuar con nuestra vida personal como soma desechabledesconocemos a priori el momento y la manera en que acabará todo. Y es que si fuese de otro modo, si tuviésemos a mano un vídeo grabado con todo lujo de detalles y etiquetado con la fecha del fin, el terror y la depresión paralizaría toda nuestra conducta y nos arrastraría hacia la psicosis más absoluta. ¿Quién se iba a levantar a trabajar todos los días a las 7 de la mañana sabiendo con certeza absoluta que el fin será en X años debido a la causa Y? ¿Quién no actuaría ante esta circunstancia con desgana, frustración y abatimiento? 
Imagina, por ejemplo; que X = 30 años y que Y = "Un asteroide enorme impacta sobre la Tierra provocando primero una inmensa destrucción, y posteriormente un invierno glacial que dura centurias". Un asteroide lo suficientemente grande como para que sólo sobrevivan a duras penas ciertas bacterias. ¿Qué haríamos ante esta revelación? ¿Continuar construyendo (o reconstruyendo) catedrales y hospitales que nadie llegará a utilizar? ¿Continuar felizmente teniendo (y criando) hijos condenados a no alcanzar a la edad adulta? Seguro que no. La manía y el caos reinaría ante este panorama. 
En su obra más conocida, "La negación de la muerte" (1973), Ernest Becker, escribió: «Creo que los que consideran que la comprensión total de la condición humana nos volvería locos están en lo cierto [...] El ser humano, literalmente, se sume en el ciego olvido mediante juegos sociales, engaños psicológicos, preocupaciones personales tan alejadas de la realidad de su situación que son formas de locura, locura acordada, locura compartida, locura disfrazada y dignificada, pero locura de todos modos». 
Dignificamos nuestra conducta diaria cerrando los ojos ante el fatal destino que es seguro que llegará. Hacemos como si fuese imposible, nos vemos como seres eternos e indestructibles: acordamos que el homo sapiens no puede desaparecer. Nos vestimos psicológicamente con los trajes de "Dios"...pero seamos serios, en el fondo no somos más que monos venidos a más. ¡Claro que nuestra especie pasará a la historia! Una más entre tantas. Somos "Dioses" de pacotilla. Pobres idiotas revoloteando con aires de grandeza incapaces de comprender su total prescindibilidad para el mundo natural. 
Pero evidentemente nadie se va a preocupar demasiado por X o por Y. No es algo para lo que estemos hecho (no es una conducta evolutivamente estable). Por el contrario, como dice Thomas Ligotti: "Llegará un día para cada uno de nosotros —y luego para todos nosotros— en que el futuro habrá terminado. Hasta entonces, la humanidad se aclimatará a cada nuevo horror que venga a llamar a la puerta, como ha hecho desde el principio. Seguirá adelante y adelante hasta detenerse. Y el horror seguirá adelante, con las generaciones cayendo en el futuro como muertos en tumbas abiertas. El horror que nos transmitieron se transmitirá a otros como un legado escandaloso". 
Seguiremos aclimatandonos a cada adversidad por supuesto; continuaremos luchando y sufriendo con vehemencia por evitar lo inevitable, cegados a consciencia en la creencia de que el hombre posee el don de la inmortalidad. Pero finalmente el secreto será revelado; en cierto momento futuro el velo caerá y descubriremos la fatalidad programada. Y cuando el fin sea evidente e inevitable, al fin una voz largamente contenida por la humanidad gritará horrorizada: ¡Qué es esta vida! Pero sólo responderá el silencio infinito, burlándose de todas las esperanzas absurdas que alguna vez tuvimos. 

sábado, 13 de julio de 2019

El mundo no va a mejor

Se nota que el mundo está cada vez mejor, ¿verdad? Después de todo, es lo que todos dicen.
Y es que, como comenta Thomas Ligotti con acierto: "Ser alguien es muy duro, pero ser nadie [máquinas autónomas -térmicas- replicantes de genes] está fuera de la cuestión. Debemos ser felices, DEBEMOS imaginar que Sísifo era feliz, debemos creer porque creer es absurdo. Día tras día, en todos los aspectos, nos va mejor y mejor. Ilusiones positivas para personas positivas.[...]".
Sí, señor. Cada día el mundo va mejor; ya se hunda un submarino nuclear de cierta nación o se renueve la flota completa de submarinos nucleares de otro país. Ya cambie notoriamente el clima o se aproximen insospechadas crisis y guerras (véanse las últimas noticias sobre el tema Iraní: UK empieza a enviar más destructores a la zona). ¡Detalles nimios que no importan demasiado porque el mundo claramente va a mejor!
Hay salvación. Todo tiene solución. El ser humano avanza y mejora día a día...¡Qué estúpido espejismo!:
"Si proseguimos con estas consideraciones hasta su amargo final, no existirá duda de la conclusión. Mientras la humanidad se mantenga de forma aturdida en el fatal espejismo de estar biológicamente predestinada al triunfo, nada en lo fundamental cambiará. A medida que la población se incremente y la atmósfera espiritual se espese, las técnicas de protección deberán asumir un carácter cada vez más brutal. Y los humanos persistirán en su sueño de salvación y en la afirmación de un nuevo Mesías [en este siglo, el tecno-optimismo]." (Peter Wessel Zapffe)
Sabias palabras de Zapffe: "[...] Mientras la humanidad se mantenga de forma aturdida en el fatal espejismo de estar biológicamente predestinada al triunfo, nada en lo fundamental cambiará". Pero todo eso son paparruchas, ¡por supuesto! Es evidente que el mundo va a mejor diga lo que diga ese señor, ¿no es cierto? Preguntad a cualquiera. Todos os dirán que así es: la humanidad avanza. ¡Las cosas mejoran!
Pero aunque todos lo digan, al mismo tiempo todos saben (de manera más o menos inconsciente) que eso no es verdad. Vivimos atados al noticiero a la espera de la próxima noticia que nos ponga los pelos de punta: el próximo Fukushima, la próxima guerra, la próxima epidemia, etc. ¿Qué ocurre entonces? ¿En qué quedamos?

El sesgo del optimismo.

Pues lo que ocurre es que todos venimos al mundo evolutivamente sesgados cuando reflexionamos según qué temas. Uno esperaría que todas nuestras meditaciones racionales fuesen neutras, ¡pero todo apunta a que no es el caso! Y así lo han demostrado numerosos estudios. Al parecer tenemos una tendencia innata natural e irracional (sesgo) hacia el optimismo. Según esta teoría (insisto, bastante contrastada) nuestro cerebro funciona así...y punto.
En este sentido quizás el trabajo más comprensible y claro sea el de la la neurocientífica Tali Sharot. Podéis ver una charla TED que ofreció para desarrollar las ideas que trata en su recomendable libro ("The Optimism Bias: Why we're wired to look on the bright side"):www.ted.com/talks/tali_sharot_the_optimism_bias?language=es
¡Pero no puede ser! Dirán muchos, indignados con estas palabras. La ortodoxia oficial nos dice que: "Jamás, una parte tan importante del planeta había vivido tan bien. Jamás la esperanza de vida fue tan alta, jamás hubo tanta gente bien alimentada, jamás hubo menos hambre en el mundo, jamás hubo unas coberturas médicas tan altas como en la actualidad. Y no solo me refiero a mejoras de la capacidad de supervivencia del ser humano, sino a nivel ético: jamás hubo tantas democracias como ahora, jamás hubieron tantos derechos civiles respaldados por legislaciones, jamás hubo tanta libertad de expresión, pensamiento, culto, etc."
Pero debéis ser cautos, y reconocer con honestidad que quizás esta ortodoxia es simplemente una consecuencia del "fatal espejismo de estar biológicamente predestinados al triunfo". Ilusiones positivas para personas que (evolutivamente) deben ser positivas.
Pero en cuanto uno logra superar la barrera ortodoxa y observa con detenimiento la realidad, lo que se observa es bien distinto:
El mundo tiene LOS MISMOS problemas de siempre (número arriba, número abajo): guerras (más o menos como siempre, donde todos pelean por "robar" recursos al contrario con cualquier excusa y buenas palabras: "democratizar", evitar la posesión de "armas de destrucción masiva", que si no dejas pasar por el estrecho de Ormuz, que si esta isla es mía o tuya. Cualquier cosa vale), enfermedades (casi las mismas de siempre con algunas nuevas: por ejemplo el ébola, que está a una mutación de distancia de dejar en pañales a la peste medieval. Destacando además que el cáncer sigue matando casi a tanta gente como hace 40 años, etc.), desigualdad social (en claro aumento en todos los países), explotación (esclavitud 2.0: donde occidente se aprovecha del tercer mundo para obtener recursos y mano de obra semiesclava -a veces infantil-), corrupción por todas partes, sistemas dictatoriales en casi todo el mundo (con el añadido del auge en occidente de los partidos nacionalistas y extremistas -por la derecha y por la izquierda-), crisis de recursos (los recursos no renovables se agotan y nadie hace mucho a parte de mirar hacia otro lado mientras queman lo poco que va quedando con promesas renovables incumplidas, siempre a 15 años vista -puro marketing-), crisis económicas periódicas (la última del 2008 fue muy mala, pero la siguiente auguran que será mucho peor), crisis de retroceso intelectual (terraplanistas, antivacunas, homeópatas,...), claro retroceso en la libertad de expresión en muchos países occidentales (fundamentalmente donde el nacionalismo o la política extremista y/o religiosa están regresando), etc, etc...a lo que hay que añadir PROBLEMAS NUEVOS derivados de la industrialización del siglo XIX: cambio climático, deterioro de los polos, de la capa de ozono, destrucción de las reservas naturales -reducción de la Amazonia, por poner un ejemplo-, desertización del mundo, etc.; y también OTROS PROBLEMAS debidos al desarrollo tecnológico del siglo XX y XXI: amenazas atómicas por doquier (centrales, residuos, y armas nucleares que en cualquier momento darán el susto: es cuestión de más o menos tiempo), amenazas bioquímicas, amenazas biológicas (armas en desarrollo, cuestiones como la resistencia de las bacterias a los antibióticos por su mal uso médico y ganadero, etc.), amenazas por la edición genética humana (a ver qué sale de ahí, con China a la cabeza), amenazas por el avance de la IA (fake news, armas autónomas militares, paro masivo debido al exponencial automatismo del trabajo, futura lucha por conseguir una renta básica universal, etc.).
En fin. Que realmente es complicado entender como tanta gente, muchas de ellas muy bien formadas, pueden ser tan ingenuamente optimistas. La única explicación posible es el ya comentado sesgo evolutivo del optimismo: hay que ser positivos, DEBEMOS ser positivos. En palabras de Zapffe: "Y los humanos persistirán en su sueño de salvación y en la afirmación de un nuevo Mesías [en este siglo, el tecno-optimismo]."

Incredulidad programada.

Seamos serios, dirán en este momento la mayoría de lectores a pesar de lo ya comentado: todo eso son paparruchas. ¡El mundo va a mejor! ¡No puede ser que el mundo no vaya a mejor!
debe ser así. No podemos ni debemos abandonar el positivismo. Tenemos que buscar y encontrar cualquier idea que nos ayude a lograr comprender a pesar de todo por qué el mundo va a mejor. Y así podemos ignorar lo negativo, centrarnos en los datos positivos, acotar la realidad. El coste intelectual no importa...¡y si es necesario nos inventaremos la historia! Todo sea por mantener el positivismo y romper la disonancia cognitiva que los hechos del mundo producen en nuestro interior.
Así pues, no nos queda para finalizar más que decir una vez más todos a una lo evidente: ¡Que el mundo va a mejor! ¡Que todo tiene solución! ¡Que la salvación está a nuestro alcance puesto que nuestro mesías tecnológico así lo promulga! Todo es cuestión de fe y esperanza...como siempre lo ha sido.

sábado, 6 de julio de 2019

La incongruencia del cientificismo optimista

La vida no tiene sentido, pero eso no me produce ningún problema.
Esta frase arriba remarcada bien podría ser atribuida a cualquiera de los miembros de esa masa creciente de ateos cientificistas que, habiendo ya hace años matado intelectualmente a "Dios", hacen frente al nihilismo resultante con esta postura mitad estoicidad, mitad ignorancia existencialista. Una desafiante actitud optimista que ni el mismísimo Nietzsche habría esperado realmente ver algún día: "Muertos están todos los dioses, ahora queremos que viva el superhombre" (Así habló Zaratustra). Y no estaría mal que tanta gente se creyera al nivel de ese inefable superhombre capaz de todo aún a pesar de estar inmerso en un enorme sinsentido universal...si no fuese por un detalle: que el mundo permite en sí (tiene el potencial) para posibilitar la evolución y existencia de seres conscientes. Y este hecho marca una gran diferencia ante la optimista pose del cientificista y coloca su actitud en terreno fanganoso e incongruente:

La vida (concepto muy humano), es un horror en tanto en cuanto somos conscientes del propio nihil inmanente. Y es que es complicado entender cómo no entienden todas estas personas, tan intelectuales por otra parte, con repugnancia el hecho empírico que nos demuestra que somos meras marionetas evolutivas dentro de un sinsentido cósmico que no lleva a ninguna parte (fuera del mandamiento físico natural de devorar gradientes a la máxima velocidad posible), y que estamos también condenados a desaparecer (como sujetos y como especie) de nuevo en la nada tras unos pocos eones (o décadas, que para el caso es lo mismo)! 

Sería realmente complicado entender este optimismo reinante si no fuera por el hecho de que todos estamos cegados por el irracional sesgo evolutivo del optimismo del que nos habla entre otros la neurocientífica Tali Sharot. Ese velo cognitivo que nos aparta de nuestra vista la cantidad de realidad necesaria como para poder continuar con nuestro día a día como si tal cosa.

Thomas Ligotti dice con mucho acierto: "Ser alguien es muy duro, pero ser nadie [marionetas] está fuera de la cuestión. Debemos ser felices, DEBEMOS imaginar que Sísifo era feliz, debemos creer porque creer es absurdo. Día tras día, en todos los aspectos, nos va mejor y mejor. Ilusiones positivas para personas positivas.[...]". 

Y es que realmente somos como marionetas (máquinas replicantes) evolutivamente obligadas a estar alegres y ser positivas trabajando para un sinsentido cósmico termodinámico, dentro de un universo desde el inicio condenado a su futura aniquilación total (con su Big Rip o "muerte" térmica aseguradas). A la vista de esta visión y de que el 99% de las personas son tan ilusamente (incluso irracionalmente) optimistas: ¡qué bien se las tuvo que ingeniar el proceso evolutivo con el desarrollo del género homo durante millones de años para que no se auto-aniquilara horrorizado ante su propio ser! Como dijo Zapffe : "[...] ¿Por qué entonces la humanidad no se extinguió hace mucho tiempo, durante las grandes epidemias de locura? ¿Por qué sucumbe tan sólo un muy reducido número de individuos al no poder resistir la tensión de la vida -[a causa de que] el conocimiento les aporta más de lo que pueden sobrellevar? La historia de la cultura, así como la observación de nosotros mismos y de los otros, permite [dar] la siguiente respuesta: la mayor parte de la gente aprende a salvarse limitando artificialmente el contenido de su conciencia." 

Yo veo en cientificista moderno este tipo de autolimitación artificial (un mirar hacia otra parte mientras sigue saltando como el resto de marionetas de un lado para otro). 

Pero como dijo Shakespeare

"Life's but a walking shadow, a poor player, 
That struts and frets his hour upon the stage, 
And then is heard no more. It is a tale 
Told by an idiot, full of sound and fury, 
Signifying nothing." (Macbeth

Sí, señor. Magistral obra y magistrales palabras de este genio de la literatura: somos unos pobres idiotas que nos llevamos toda nuestra leve e insulsa vida pataleando, peleando, trabajando, y esforzándonos en el fondo simplemente por consumir energía (generar entropía de la manera más eficiente posible: origen éste de toda disputa geopolítica...y también personal); pero que además nos vemos obligados a contarnos a nosotros mismos una historia feliz (incompleta y autolimitada) para no acabar colgados de una cuerda debido a la cruel realidad de toda esta "nadería" universal. 

A unos les da por vivir en la absoluta ignorancia de la realidad cuáles perros lamiéndose las brevas al Sol (analfabetismo existencial), a otros les da por buscar esa socorrida y especulativa salvación trascendental y mística (que si el alma, que si el espíritu, que si Jesucristo, Buda, que si panteísmo, que si el tecno optimismo que dice que con el tiempo seremos semidioses: Punto Omega, que si el Tao, etc), y luego están los que comprenden (cientificista) pero también aceptan la absurda realidad (los que se imaginan por narices a Sísifo feliz a pesar de la incoherencia: "La vida no tiene sentido, pero eso no me produce ningún problema"). 

Pero en el fondo no hay tanta diferencia entre estos tres grupos de personas. Simplemente se trata de diferentes fórmulas (estrategias) con las que escapar del horror consciente que de otro modo nos llevaría a la locura. A la naturaleza cualquier cosa le vale con tal de continuemos con el ciclo termodinámico: "Tú cree lo que te dé la gana -dice "Gaia"- pero ve a trabajar cada día y genera y consume recursos todo lo que puedas antes de caer reventado en esa tumba abierta que al final te espera". 

Y así vamos todos, cada marioneta con sus cuentos e historias, pero siempre disipando energía con cada aliento...y viendo como el cronómetro va llegando a cero. Y debemos creer: "Día tras día, en todos los aspectos, nos va mejor y mejor. Ilusiones positivas para personas positivas." 

Pero que no se os olvide: 

"Respaldados por nuestros progenitores y el mundo, nunca juzgaremos que esta vida es MALIGNAMENTE INÚTIL. Casi nadie declara que una maldición ancestral nos contamina en el útero y envenena nuestra existencia." 

Casi nadie va a declarar que su existencia es herencia de una maldición ancestral (el verdadero pecado original), pero pensadlo fríamente a la luz de los hechos (aunque sea por un segundo antes de volver al trabajo o de continuar con vuestro consumo diario de gradientes energéticos -ese bocadillo-): ¡es que es cierto! ¡La vida consciente (la aparición del "yo") es una abominación natural malignamente inútil (en lo relativo a ese soma desechable que todos constituimos)! 

Máquinas replicantes (marionetas) eficientes generadoras de entropía que son conscientes de la necedad del "fin" evolutivo (termodinámico) que las ata y mueve cada segundo de sus vidas mientras inventan por el camino historias con la que ser positivas (dentro de esa horrorosa esclavitud existencial) reforzando así incluso con más vehemencia la destrucción de gradientes energéticos. Y si este auto-refuerzo cognitivo impuesto (sesgo evolutivo del optimismo) no es una "maquinación" natural maligna no sé qué puede serlo. 

El mundo es en esencia indiferente al fenómeno (a todo él), pero es que además se vale de cualquier medio  (fenoménico) para sus "fines" naturales: ¡incluso dotar de razón y conciencia a un ser para maximizar el aumento entrópico, pero al cual al mismo tiempo le debe programar evolutivamente en el cerebro unos necesarios sesgos hacia el optimismo para que no se aniquile y para que prospere frente a todo sufrimiento y dolor! Y esto cuadra bastante bien con el concepto de "malignidad". Nuestra existencia es así mucho que nos pese un germen de una esencia maligna de base, herencia de una maldición ancestral (transmitida por nuestros progenitores). 

Pero insisto, son tan fuertes los hilos naturales (instintivos) que nos mueven que, si hoy mismo apareciese un indiscutible mensaje en el cielo que dijese con enormes letras gigantescas y parpadeantes: "Humanos míos, soy Dios y quiero que sepáis que estoy utilizando vuestro esfuerzo simplemente para conseguir calentarme utilizando una Caldera trascendental que escapa a vuestra capacidad experimental y de comprensión"...muy probablemente poco cambiaría en el planeta: todos seguiríamos con nuestras vidas y continuaríamos inevitablemente luchando por "calentar" a ese indeseable y egoísta "Dios". Y es que en el fondo sólo somos seres humanos con muchos aires de grandeza ("superhombres" de pacotilla).