En
cada uno de los grados en que la voluntad aparece iluminada por el
conocimiento, se reconoce como individuo. En el espacio infinito y en el
tiempo infinito el individuo se encuentra dentro de su finitud y por
consiguiente como una dimensión infinitamente pequeña, perdido en la
inmensidad de aquello cuya existencia frente a dicha inmensidad no
cuenta con un Cuando y Donde absolutos, pues
su lugar y su duración son partes finitas de un todo infinito y sin
límites. Su existencia está verdaderamente limitada al momento actual,
cuyo fluir en el pasado es un caminar perpetuo hacia la muerte, un
constante morir, porque su vida pasada, si hacemos abstracción de sus
consecuencias para la presente y del testimonio que representa de la
voluntad que en ella se imprime, está definitivamente terminada y
muerta, ya no existe; por lo que pensando racionalmente lo mismo le
debería dar haber sufrido que haber gozado. Pero el presente se
convierte siempre en sus manos en pasado y el futuro es incierto y
siempre de corta duración. Por lo cual, su existencia, si la
consideramos sólo desde el punto de vista formal, es un constante caer
del presente en el pasado muerto, un constante morir. Pero si
consideramos ahora la cosa por el lado físico, es evidente que así como
nuestro andar es siempre una caída evitada, la vida de nuestro cuerpo es
un morir incesantemente evitado, una destrucción retardada de nuestro
cuerpo; y finalmente la actividad de nuestro espíritu no es sino un
hastío evitado. Cada uno de nuestros movimientos respiratorios nos evita
el morir; por consiguiente, luchamos contra la muerte a cada segundo, y
también el dormir, el comer, el calentarnos al fuego son medios de
combatir una muerte inmediata. Pero la muerte ha de triunfar
necesariamente de nosotros, porque le pertenecemos por el hecho mismo de
haber nacido y no hace en último término sino jugar con su víctima
antes de devorarla. Mientras tanto hacemos todo lo posible por conservar
la vida, como inflaríamos una burbuja de jabón todo lo que se puede,
aunque sabemos que al fin ha de estallar.
Según
hemos visto, la esencia de la Naturaleza que no piensa es una constante
aspiración sin fin y sin descanso, lo que vernos de una manera más
clara en el animal y en el hombre. Querer y ambicionar: esta es su
esencia como si nos sintiéramos poseídos de una sed que nada puede
apagar. Pero la base de todo querer es la falta de algo, la privación,
el sufrimiento. Por su origen y por su esencia, la voluntad está
condenada al dolor. Cuando ha satisfecho todas sus aspiraciones siente
un vacío aterrador, el tedio; es decir, en otros términos, que la
existencia misma se convierte en una carga insoportable. La vida como
péndulo, oscila constantemente entre el dolor y el hastío, que son en
realidad sus elementos constitutivos. Este hecho ha sido simbolizado de
una manera bien rara: habiendo puesto en el infierno todos los dolores y
todos los tormentos, no se ha dejado para el cielo más que el
aburrimiento.
El
perpetuo anhelar que constituye en el fondo todo fenómeno de voluntad
encuentra, en los grados superiores de su objetivación, su razón de ser
principal y más común en que en ellos la voluntad se muestra a sí misma
bajo la forma corporal que le exige imperiosamente el alimento; lo que
da tanta fuerza a esta orden es que el cuerpo no es otra cosa que la
voluntad de vivir objetivada. Siendo el hombre la objetivación más
perfecta de la voluntad de vivir, es al mismo tiempo el ser que tiene
más necesidades; no es en todas partes más que volición y necesidad
concretas y puede decirse que es una concreción de mil necesidades. Y
con todo esto se encuentra en el mundo abandonado a sí mismo, incierto
de todo menos de su indigencia y de sus necesidades; de aquí que toda su
vida la absorban los cuidados que reclama la conservación de su cuerpo.
A esto se une luego el imperativo de la propagación de la especie, Por
todas partes se acechan peligros de todo género y necesita desplegar una
actividad infatigable, una constante vigilancia para evitarlas. Tiene
que recorrer su camino con pies de plomo, escrutando con mirada
recelosa, pues te acechan toda clase de contingencias y de adversarios.
Así caminaba en el estado salvaje y así camina ahora en las sociedades
civilizadas. Jamás se encuentra seguro.
Qualibus in tenebris vitae; quantisque periclis Degitur hocc'aevi, quodcunque est! (Lucrecio 11, 15)
La
vida de la mayor parte de los hombres no es más que la lucha constante
por su existencia misma, con la seguridad de perderla al fin. Pero lo
que les hace persistir en esta fatigosa lucha no es tanto el amor a la
vida como el temor a la muerte, que, sin embargo, está en el fondo y de
un momento a otro puede avanzar. La vida misma es un mar sembrado de
escollos y arrecifes que el hombre tiene que sortear con el mayor
cuidado y destreza, si bien sabe que aunque logre evitarlos, cada paso
que da le conduce al total e inevitable naufragio, la muerte. Ella es la
postrera meta de la fatigosa jornada, que le asusta más que los
escollos que evita.
Pero
también es muy digno de atención por una parte que los mismos dolores y
males de la vida son fáciles de evitar, y que la misma muerte, en huir
de la cual empleamos el esfuerzo de nuestra vida, es de desear y a veces
corremos hacia ella gustosos, y por otra parte que tan pronto como la
necesidad y el sufrimiento nos conceden una tregua, estamos tan próximos
al tedio que deseamos que pasen las horas rápidas.
Lo
que a todo ser vivo le ocupa y le pone en movimiento es la lucha por la
vida. Pero con la vida una vez asegurada no hemos hecho nada aún;
necesitarnos sacudir la carga del hastío, hacerla insensible, matar el
tiempo, es decir, matar el aburrimiento. En consecuencia con esto vemos
que todas las personas que han conseguido ponerse a cubierto de la
necesidad y las preocupaciones por la subsistencia después de haber
sacudido todas las cargas, son ellos una carga para sí mismos y ven con
alegría cada hora que matan, es decir, cualquier abreviación de su vida,
en cuya posible prolongación habían empleado hasta entonces todas sus
fuerzas. El aburrimiento no es un mal que se deba tener en poco, deja en
el rostro la huella de una verdadera desesperación. Hace que seres
corno los hombres que tan poco se aman se busquen unos a otros, siendo
por esto el origen de la sociabilidad. El mismo Estado se previene
contra el aburrimiento de los ciudadanos como contra otras calamidades,
porque este mal, así como su contrario, el hambre, puede lanzar al
hombre a los mayores excesos: el pueblo necesita panem et Circenses. El
riguroso sistema penitenciario de Filadelfia convierte en instrumento de
suplicio el aburrimiento por medio de la soledad y la inacción; y es
tan temible que los penados recurren al suicidio. Así como la necesidad
es el látigo del pueblo, el tedio lo es de las gentes principales. En la
vida burguesa está representado por el domingo, así como la necesidad
por los seis días restantes de la semana.
Ahora
bien, entre el querer y el lograr se desliza la vida humana. El deseo
es por su naturaleza doloroso; la satisfacción engendra al punto la
saciedad; el fin era sólo aparente; la posesión mata el estímulo; el
deseo aparece bajo una nueva figura, la necesidad vuelve otra vez, y
cuando no sucede esto, la soledad, el vacío, el aburrimiento, nos
atormentan y luchamos contra éstos tan dolorosamente como contra la
necesidad. Para que una vida transcurra felizmente es necesario que
entre el deseo y la satisfacción no medie un tiempo ni demasiado corto
ni demasiado largo, porque de este modo se reduce el sufrimiento que
ambos causan. Pues lo que constituye la parte más hermosa de la vida y
nos proporciona los más puros goces, a saber, el conocimiento puro,
extraño a toda volición, el gusto de lo bello, los depurados placeres
del arte, precisamente porque nos apartan de la vida real,
transformándonos en espectadores desinteresados, como exigen raras
dotes, sólo es patrimonio de unos pocos y aun a estos mismos sólo les
divierte como un sueño pasajero y aún les hace más susceptibles de
grandes sufrimientos y los aísla de los otros marcadamente inferiores a
ellos, por lo que todo viene a compensarse. Pero a la inmensa mayoría de
los hombres le son poco accesibles los goces intelectuales; el placer
que proporciona el conocimiento puro les es casi completamente
desconocido; están completamente entregados al deseo. Por lo cual, si
algo les interesa deberá ser (y esto ya va en la significación misma de
la palabra) lo que excite su voluntad, aunque no sea sino por una
relación lejana y sólo posible con ella; pero no deben pasar de aquí,
porque su esencia consiste más en el querer que en el conocer; la acción
y la reacción es su único elemento. Expresan de la manera más ingeniosa
esta su naturaleza, y así, por ejemplo, escriben su nombre en los
lugares célebres que visitan, reaccionando de esta manera, actuando
sobre las cosas, ya que las cosas no actúan sobre ellos; no pueden
limitarse a observar una animal raro y exótico, sino que lo estimulan,
lo excitan, juegan con ellos para sentir la acción y la reacción. Pero
sobre todo, esta necesidad de estimular la voluntad se manifiesta en la
invención y cultivo de los juegos de naipes, que es la expresión más
apropiada de este lamentable lado de la humanidad.
Pero
sea cual sea la acción de la naturaleza y de la suerte y trátese de
quien se trate y de lo que posea, no se sustraerá nunca al dolor de
vivir.
HhleidhV d’ ymwxen, idwn eiV ouranon eurun. (Pelides autem ejulavit, intuitus in coelum latum.)
Y a su vez.
ZhnoV mpn paiV ma KronionoV, autar oizun Eixon areiresimn. (Jovis quidem Filius eram Saturnii; verum aerumnam Habebam infinitam.)
Los
esfuerzos incesantes para desterrar el dolor no consiguen otra cosa que
variar su figura: ésta es primordialmente carencia, necesidad, cuidados
por la conservación de la vida. Al que tiene la fortuna de haber
resuelto este problema, lo que pocas veces sucede, le sale de nuevo el
dolor al paso en mil otras formas, distintas, según la edad y las
circunstancias, como pasiones sexuales, amores desgraciados, envidia,
celos, odios, terrores, ambición, codicia, enfermedades, etcétera. Y
cuando no puede revestir otra forma toma el ropaje gris y tristón del
fastidio y el aburrimiento, contra el cual tantas cosas se han
inventado. Y aunque se consiguiese alejar éste, difícil sería que no
volviese en cualquiera de las otras formas para empezar otra vez su
ronda; pues entre dolor y aburrimiento se pasa la vida. Por mucho que
nos abatan estas consideraciones, quiero, sin embargo, poner la atención
en uno de sus aspectos, del cual podemos obtener un consuelo y quizá
una estoica indiferencia ante nuestras propias desdichas. Pues la
impaciencia con que las conllevamos depende en gran parte de que las
consideramos contingentes, es decir, como traídas por una serie de
causas que muy bien pudiera haber sido otra. Pues los males que
consideramos como necesarios y generales, la vejez y la muerte y muchas
molestias de la vida diaria, no suelen preocuparnos. La consideración de
que se trata de una circunstancia casual es precisamente lo que nos
proporciona dolor, lo que da al hecho su aguijón. Pero si llegáramos a
convencernos de que el dolor como tal es esencial e inseparable de la
vida y la forma en que se presenta, lo único accidental y, dependiente
del acaso, de que nuestra vida presente ocupa un lugar en el que sin
cesar pronto sería reemplazada por otra alejada ahora del mismo y que
por consiguiente el destino poco nos puede quitar; tal reflexión, en
caso de convertirse en viva persuasión, podría suministrarnos una buena
dosis de ecuanimidad estoica, disminuyendo en gran parte nuestros
angustiosos temores egoístas. Pero de hecho, tal poderoso dominio de la
razón sobre los dolores que sentimos de un modo inmediato pocas veces o
nunca se encuentra.
Por
lo demás, esta consideración sobre la inevitabilidad del dolor y la
sustitución de unos dolores por otros y de la aparición de nuevos males
por la repetición de los anteriores, puede llevarse hasta sostener la
hipótesis, paradójica, pero no absurda, de que en cada individuo está
determinada de antemano la medida del dolor que ha de soportar por su
naturaleza, medida que no puede contener ni más ni menos de lo que en
ella cabe, aun cuando la forma del dolor pueda variar. Según esto, su
próspera o adversa fortuna no procedería del exterior, sino del interior
y variaría por su disposición física en las distintas épocas, pero en
conjunto sería la misma y no distinta de lo que se llama temperamento, o
más exactamente, el grado que posee de sensibilidad ligera o fuerte, o
como Platón dice en el primer libro de la República: eukoloV o duskoloV
de humor fácil o difícil.
El
hecho, observado frecuentemente, de que los grandes dolores nos hacen
insensibles a los pequeños y a la inversa, que a falta de grandes
sufrimientos, las más pequeñas contrariedades nos atormentan e irritan,
habla a favor de esta hipótesis; pero además, la experiencia nos enseña
que cuando soportamos una gran desgracia que sólo con pensar en ella nos
estremecíamos, nuestro ánimo sigue siendo siempre el mismo una vez
experimentado el dolor primero; y, a la inversa, cuando alcanzamos una
dicha largo tiempo apetecida, apenas nos sentimos más contentos ni más
alegres que antes, una vez pasado el primer momento. En el instante
mismo de producirse tales cambios la emoción es fuerte y se sale de lo
corriente, manifestándose en exclamaciones de desesperación o de júbilo,
pero como efecto de una ilusión cesa pronto. La desesperación o el
júbilo no eran debidos al dolor ni al gozo presentes, sino a la
perspectiva de un porvenir anticipado. Lo que tan anormales proporciones
les permite adquirir es esta anticipación de lo futuro; por eso se
comprende que no puede tener gran duración.
Podemos
hacer notar también en apoyo de nuestra hipótesis de que el sentimiento
está en parte, como el conocimiento, determinado a priori que la
alegría o la tristeza humanas no son producto de circunstancias
exteriores, como la riqueza o la posición social, puesto que hallamos
tantas caras alegres entre los ricos como entre los pobres. Notemos
también que los motivos de suicidio son diferentes según los hombres,
pues con dificultad hallaríamos desgracia alguna tan grande que
condujera al suicidio en todos los caracteres y pocas hay entre las más
pequeñas que no hayan conducido alguna vez a esta determinación. Por
consiguiente, no siendo igual en todos los momentos el grado de alegría o
de tristeza no lo debemos atribuir al cambio de las condiciones
exteriores sino al del estado interior o a la disposición física. Cuando
la satisfacción va creciendo, hasta llegar a la alegría, el cambio se
produce ordinariamente sin motivo alguno exterior. En efecto, nuestro
dolor es muchas veces provocado por algún accidente exterior, y esto es
indudablemente lo que nos perturba y aflige, porque creemos que si
hubiera modo de suprimir dicho accidente experimentaríamos gran
contento. Pero esto es mera ilusión. La cantidad de alegría y tristeza,
según hemos dicho, es siempre la misma en cada instante, y con respecto a
ella aquel motivo de tristeza es lo que para el cuerpo un vejigatorio
que llama a sí todos los males humores repartidos por el organismo. Sin
esta causa determinada e interior el dolor correspondiente a nuestra
naturaleza, y por lo tanto inexcusable, estaría repartido en muchos
puntos y se manifestaría bajo la forma de mil pequeñas contrariedades o
caprichos extravagantes por cosas a las que no damos en el momento
importancia alguna, porque nuestra capacidad de dolor está saturada por
un padecimiento mayor que ha concentrado en un solo punto todos los
dolores distribuídos hasta entonces en diferentes lugares. Igualmente,
si el éxito en un negocio nos libera de la inquietud que nos angustiaba,
ésta es luego sustituida inmediatamente por otra, cuya sustancia
existía ya en nosotros pero que no lograba aparecer en la conciencia
para agitarla por estar ésta colmada ya; tal motivo de inquietud pasaba
inadvertido, como forma nebulosa y sombría, en el límite extremo de
nuestra conciencia. Pero cuando ha encontrado ya un puesto se destaca
como cuidado positivo y ocupa el trono de la inquietud dominante
(prutaennonsai); y aun siendo más pequeño que el desaparecido, sabrá
hincharse hasta igualar en magnitud y así, como primer cuidado del día,
llenar completamente el trono.
Las
alegrías excesivas y los más vivos dolores se suelen encontrar en una
misma persona, pues aquéllas y éstos se condicionan recíprocamente y
tienen por condición común una gran vivacidad de espíritu. Según hemos
visto, ambos provienen no tanto de lo presente como de la consideración
de lo porvenir. Pero siendo el dolor esencial de la vida y hallándose
determinado en sus proporciones por la naturaleza del individuo, los
cambios repentinos provenientes del exterior no pueden determinar su
grado. Toda alegría excesiva (exultatio, insolens laetitia) nace siempre
de creer que hemos hallado en la vida una cosa que no puede hallarse
jamás: la desaparición definitiva de los cuidados que nos atormentan y
que renacen sin cesar. Cada una de estas ilusiones nos es arrebatada más
tarde y su pérdida nos produce entonces tanto dolor como alegría nos
produjo su aparición. Pudiéramos compararla a una montaña escarpada a la
cual no se debe subir porque no hay modo de bajarla más que dejándose
caer desde su cima: una caída de este género es todo dolor repentino y
exagerado y procede de la pérdida de la ilusión. Siendo esto así,
deberíamos evitar todo extremo, procurando contemplar el conjunto y el
encadenamiento de las cosas con ánimo sereno y sin atribuirles nunca los
colores que desearíamos que tuviesen. El empeño principal de la moral
estoica fue emancipar el ánimo de esta quimera y de su consecuencia e
inculcarle en cambio una perfecta ecuanimidad. De este mismo sentimiento
se encuentra penetrado Horacio en la conocida oda:
Aequam memento rebus in arduis Servare mentem, non secus in bonis Ab insolenti temperatem Laetitia.
Pero
la mayor parte de las veces nos negamos a aceptar esta idea, como nos
negaríamos a beber una medicina amarga, esta idea de que el dolor es
esencial a la vida y no proviene del exterior, sino que cada uno de
nosotros lo llevamos dentro de nosotros mismos, como un manantial que no
se agota. Siempre buscamos una causa o un pretexto exterior del dolor
que no se separa de nosotros; somos como el hombre libre que se crea un
ídolo para tener un amo. Pues infatigablemente volamos de deseo en
deseo, y aunque ninguna realización, por mucho que prometa, pueda
satisfacernos y no sea más que un vergonzoso error, nos empeñamos, no
obstante, en no comprender que estamos haciendo el trabajo de las
Danaides y corremos incesantemente hacia nuevos deseos.
Sed, dum abest quod avemus, id exsuperare videtur Caetera; post aliud, quum contigit illud, avemus; Et sitis aequae tenet vitai semper hiantes. (Lucr., III, 1095)
Así
continuamos hasta el infinito, lo que es más raro y ya impone una
cierta fuerza de carácter, hasta que encontramos su deseo que no podemos
satisfacer ni renunciar; entonces poseemos en cierto modo lo que
anhelamos, a saber: algo a lo que podemos achacar siempre el ser la
causa de nuestros dolores, en vez de acusar a nuestro propio ser; este
algo nos malquista con la suerte, pero nos reconcilia con la vida porque
aleja de nuestro espíritu la idea de que el dolor es parte de nuestra
naturaleza y de que toda dicha es imposible. La consecuencia de este
proceso es una disposición algo melancólica. El hombre lleva en sí
entonces un grande y único dolor que le hace olvidar todas las alegrías y
todas las aflicciones menores. Esto constituye ya una actitud más digna
que no la carrera incesante en pos de fantasmas que varían
continuamente.
En El mundo como voluntad y representación, libro cuarto, § 57