viernes, 22 de agosto de 2025

La piedra

Amanece sin promesa. La luz entra por las lamas como un agua que no limpia. Julián abre los ojos y lo primero que siente es el peso exacto de estar aquí, ahora, sin árbitro ni público. El techo no responde, las paredes no absuelven. La respiración de Lucía, a su lado, es un mar manso que no sabe nada de él. En la otra habitación, dos auriculares encendidos bajo dos mantas —Marina, diecisiete; Sara, dieciséis— marcan el compás de una edad que no admite preguntas.

El móvil vibra. No hay “hoy sí” ni “hoy no”: hay hoy. Julián apaga la alarma con un gesto de oficio, se sienta en la cama, pone los pies en el frío. En la cocina, la cafetera resopla como una bestia pequeña y obstinada. El vidrio de la ventana está sucio por dentro: la ciudad insiste aunque uno no la mire. Tostadas. El olor del pan oscuro asienta la mañana como si la clavara a la mesa.

Lucía aparece con el pelo recogido, la frente arrugada por una migraña que lleva dándole puntadas desde la noche. —Hoy no hables fuerte —dice. —Hoy no hace falta —contesta él.

Entra Marina con un cuaderno lleno de flechas que prometen ser un esquema; entra Sara, con prisa oficial, buscando un cargador que el mundo le debe. Se besan sin solemnidad. El ruido de los vasos, la leche derramada, un “¿quién cogió…?” y un “yo no fui” al mismo tiempo. Es la liturgia mínima de una casa sin santos. A Julián le alcanza. No le redime. Le alcanza.

Baja a la calle. El aire de la mañana tiene la temperatura de un metal trabajado. En la parada del autobús un hombre reza con los ojos abiertos; una joven lee la pantalla como si leyera su suerte. Cuando el vehículo llega, la gente sube sin voluntad de pelea, obedeciendo un orden aprendido a base de fricción. Julián se agarra a la barra. La ciudad fluye por la ventana como una película que no espera aplausos.

Trabaja en el padrón municipal. Papel, sellos, impresoras que, si se quedan sin tinta, no se quejan: se callan. Marca tarjeta. “Buenos días, Julián”, le dicen sin pedir a cambio que lo sean. Él asiente; no afirma nada.

A las nueve en punto, el mundo llega en fila. El primero, un hombre que necesita un certificado para casarse. Trae los papeles en una carpeta roja como si contuviera un corazón. El segundo, una mujer con un niño en un carro; el niño lo mira todo con esa seriedad que sólo los muy vivos conocen. Julián explica, apunta, subraya: “Aquí, el segundo apellido; aquí, su firma; aquí, la fecha”. La exactitud es su forma discreta de ternura.

Y entonces llega ella. Cuarenta y tantos. Un abrigo demasiado grande para su cuerpo, como si hubiera adelgazado dentro en pocos días. No saluda; no es descortesía, es que el saludo es una ceremonia para los vivos. —Vengo a por el certificado de defunción —dice, sin temblor—. De mi hijo. La palabra hijo no golpea: se posa. Pero pesa. Trae un sobre con informes, fotocopias, un DNI que ahora es una foto sin futuro. El nombre del muchacho queda en la mesa como un cuchillo apagado. Se llamaba Daniel. Años: ocho. Fecha: ayer.

Julián abre el programa, teclea, pide el libro. La pantalla responde con su sinceridad mecánica. Marca, corrige una tilde, retrocede, vuelve a escribir. Sabe —lo sabe en la piel— que aquí la compasión es ortografía. Si el acento cae donde no debe, el mundo añade una violencia inútil. A veces la decencia consiste en no añadir peso a lo que ya no respira.

La mujer aprieta el borde del mostrador con dos manos pequeñas. Cuenta, por decir algo, que todo fue rápido, que el pediatra dijo “complicación”, que hubo luces demasiado blancas y una máscara que olía a goma. No está llorando. La ausencia de lágrimas no alivia; ordena. El niño, dice, tenía miedo de las radiografías. Le prometieron un helado después. No hubo después.

La impresora arranca. El rodillo avanza con la indiferencia de una máquina anciana. El folio sale lentamente, como si dudara de su propia utilidad. Julián lo coge antes de que caiga, lo revisa con la precisión que se exige a los cirujanos y a los carniceros. Escribe, a mano, un acento que la base de datos se negó a entender. Sella. La palabra defunción estalla muda en el sello.

—Revise si está todo correcto —dice. La mujer lee como quien reza. Los apellidos están completos. La fecha, exacta. El nombre, entero. Asiente. “Gracias.” Sólo esa palabra, sin adjetivos. Pero en su garganta la palabra parece arrastrar una cadena.

No ofrece frases. Nadie las necesita. Le abre la puerta. La mujer se va. No hay música. El aire no cambia de color. A veces, piensa Julián, lo único que puede hacer un hombre es impedir que la mentira se cuele en las letras. Es poco. Es enorme.

Vuelve la cola. Vuelve el mundo. Un chico pide un volante de empadronamiento para un subsidio; una anciana pregunta si su nieto puede figurar con ellos sin vivir allí. Todo es pequeño y sin embargo suficiente para gastar una vida.

A media mañana, en el bar de la esquina, el café está demasiado caliente y le quema la lengua. En la tele repiten las imágenes de una evacuación en algún lugar del mapa donde la tierra también pesa. Nadie mira. Nadie aparta la vista. Es lo mismo. Julián piensa que el dolor ajeno no se mide por decibelios, sino por su presencia: seguir mirando sin curiosear, no apartar la mano del imán cuando ya duele. Termina el café. Vuelve.

Después de las doce, un rumor crece en la plaza. Desde la ventanilla se oyen voces. “Ya están”, dice alguien. “¿Quiénes?” “Los del juzgado.” Se asoma. Un oficial lee con voz de trámite; una mujer del tercero —la ha visto a veces en el ascensor, ojos claros, un niño de dinosaurios— sostiene una bolsa con ropa. El cerrajero apoya la caja de herramientas en el suelo como quien prepara un altar. El taladro rompe el silencio. Es un ruido que no dice “abre”; dice “entra el invierno”. Los vecinos miran desde los balcones como un jurado que no vota.

Julián baja. No porque pueda hacer algo —no puede—, sino para estar. Estar es su oficio secreto. La mujer del tercero no grita. El niño, con un T-Rex de plástico con la mandíbula rota, se pega a su pierna. Un hombre del banco habla de “procedimiento” sin mirar a nadie a los ojos, no por maldad, sino por economía. El oficial le ofrece a la mujer diez minutos; la mujer asiente como si los minutos fueran agua que no llega a la boca.

—¿Necesita que cargue algo? —pregunta Julián. —La cuna —dice ella, señalando una madera desmontada que fue sueño hace un año.

La cuna pesa menos que el papel sellado de la mañana. Sin embargo, a cada peldaño del portal, Julián siente que levanta una forma del mundo que no sabrá dónde descansar esta noche. El niño sube detrás, subiendo de dos en dos los escalones con una concentración feroz, como si eso fuera una responsabilidad. Arriba, en el rellano, la mujer aprieta el tirador de la cuna como si quisiera arrancarle una explicación. Nadie la tiene. Nadie la tiene y nadie la debe.

Cuando todo termina, la puerta queda abierta a un piso que ya no les pertenece. El eco tarda un segundo más en morir. Los vecinos cierran las ventanas. El oficial firma un papel con pluma. El cerrajero recoge la viruta metálica como si fueran migas. Julián se queda un poco más en el portal, mirando el hueco, guardando el silencio como se guarda un secreto: sin fe en que sirva, con la certeza de que traicionarlo sería peor.

Vuelve a la oficina. El reloj de pared no se conmueve. Pone sellos. Explica. Llega la una y media. Le llaman del instituto: Marina se ha peleado con una profesora por un trabajo no entregado. “Ha sido un malentendido”, dice la secretaria. Mal-entendido: eso que entre los vivos pesa más que muchos cadáveres. Julián va. El pasillo de baldosas bruñidas le recibe con ese olor a desinfectante que convierte todo en hospital. En el despacho, la profesora habla de plazos; Marina, del cansancio. Ninguna miente. Él escucha y reparte responsabilidades como quien reparte agua en una barca: poca, equitativa, sin prometer costa. Al salir, su hija le dice, con esa furia limpia de quien aún cree que el mundo atiende razones: —No me entienden. —Nos entendemos lo suficiente —responde. No intenta curar. Acompaña.

La tarde se derrama sin novedades. La vida, cuando cumple su amenaza de no sorprender, tiene un filo que corta bajo la ropa. Compra pan. En casa, Lucía cose un dobladillo como si cerrara una herida pequeña. Sara estudia con la frente fruncida; subraya en verde y luego en amarillo como si buscara la puerta en un bosque.

Cenan. El telediario trae cifras. Los números no sangran, y por eso engañan. Lucía los apaga. Se quedan con el ruido del cubierto en el plato. Julián levanta los ojos y ve, de golpe, una claridad urgente: este es el único reino donde puede mandar algo. Pasa el pan. Llena vasos. Se ríe de un chiste malo. No hay trascendencia aquí; hay trayecto.

Después, saca la basura. La noche, ese teatro sin decorado, le sale al paso sin actores. En la acera, un hombre joven llorando con una moto al lado le pide un mechero. No fuma. Lo siente como quien no lleva encima la medicina de otro. Le ofrece agua. El chico bebe. “No es nada”, dice, y ya sabemos —los dos— que eso nombra lo más pesado. Se dan la mano. Nadie queda salvado. Pero uno y otro salen menos solos de ese segundo.

A la vuelta, decide caminar un poco. El aire huele a pan viejo y a metal. En la avenida han montado un control de alcoholemia. Conos, chalecos reflectantes, una luz azul que hace de la noche un cuarto de hospital. Un agente le indica que orille. Todo en la escena replicaría al teatro de una culpa si no fuera porque aquí nadie pretende un sentido: sólo un resultado.

—Sople hasta que pite —le dice el guardia, amable por cansancio.

Julián toma el tubo, inhóspito como una boca de muerto. Sopla. Sopla. La respiración, ese gesto íntimo, se vuelve trámite. Mientras expulsa el aire, piensa con una claridad casi insultante que así podría ser el final de cualquiera: una luz blanca, una orden que nadie discute, un objeto frío entre los labios, la espera del pitido que no depende de uno. Sopla un poco más. En ese hueco —ese segundo antes del sonido— siente la indiferencia pura del mundo y, dentro de esa indiferencia, su decisión: no pedir clemencia, no fingir grandeza. Estar. Sostenerse.

El aparato pita. Cero. El guardia asiente. “Puede continuar.” No hay alivio: hay continuidad. Arranca. La calle repite sus farolas. Una mujer cruza con un perro que no quiere cruzar. Un hombre habla solo. El mundo, intacto, no le debe cuentas.

En casa, apaga todas las luces menos una. Las chicas siguen discutiendo por algo tan importante como cualquier cosa: un cable, un jersey. Lucía le enseña un vestido casi terminado. “Para octubre”, dice. Octubre está lejos y ya es ayer. Julián le toma la mano. La piel conoce mejor que las palabras la matemática de lo real.

Se acuestan. Él se queda un rato despierto, de cara al techo, como si asistiera a la proyección de un cielo que no muestra constelaciones, sino manchas de humedad. Repasa el día sin buscar hilo: el nombre del niño en tinta negra; la cuna bajada a pulso; el tubo de plástico entre los dientes; el “gracias” sin adjetivos; la risa rota en la esquina; la luz blanca de los conos haciendo de la calle una sala de espera interminable. Nada explica a lo otro. Todo pesa lo suyo.

Si alguna vez le pidieran una teoría, diría esto: no espera premio y no se resigna. No se engaña con el consuelo ni se casa con la desesperación. Su fidelidad no es a una idea, es a los cuerpos: a las manos que acercan un vaso de agua, a los dedos que corrigen una tilde, a los brazos que bajan una cuna, a la boca que sopla en un tubo sin pedir favores al cielo. Que nadie venga a prometerle sentido: el único “sí” que conoce se lo arranca al día que lo niega.

Se duerme así, sin oración ni contrato. Afuera una moto se aleja; arriba una lavadora centrifuga; en la habitación contigua dos adolescentes negocian la paz como diplomáticas tercas. Antes de rendirse al sueño, un pensamiento breve y nítido le cruza la cabeza como una cerilla: no hay más grandeza que esta lucidez que no huye, esta obstinación sin aplausos. Mañana volverá a levantar su piedra. No porque crea que llegará a la cima, sino porque en el gesto de empujar —exacto, consciente, sin coartadas— hay una forma de alegría seca que no le deben y que, sin embargo, existe. Y ese existir, desnudo, feroz y cotidiano, es todo su orgullo.