Arrastro mis pasos hasta el umbral de casa, el alma embriagada y los sentidos nublados. Otra noche disuelta en la espiral del vacío, persiguiendo espejismos de libertad que se desvanecen entre mis dedos como vapor de alcohol. He cazado sombras en bares donde la música ahoga conversaciones que nunca trascienden, donde rostros femeninos desconocidos me atraen con la precisión de un instinto que la evolución grabó en mis huesos. Un mecanismo tan antiguo como inútil, un código primitivo que ya no sirve a ningún propósito elevado en este cuerpo de cuarenta y cinco años que se desmorona lentamente.
Me derrumbo sobre las sábanas frías. La habitación gira como un carrusel desquiciado. El alcohol ha suspendido mi capacidad de pensar con claridad, pero paradójicamente, ha desnudado verdades que la sobriedad mantiene veladas. Mi consciencia flota sin amarras, un barco a la deriva en un océano sin orillas ni estrellas que orienten su rumbo.
El reloj invisible de mi existencia consume sus últimos granos de arena. Pronto, más pronto de lo que quisiera admitir, regresaré al abismo primordial, a ese estado de no-ser del que fui arrancado sin mi consentimiento. ¿Qué quedará de mí? Lo mismo que queda ya de mi padre: ecos que se atenúan en la memoria de quienes aún no han cruzado el umbral, fragmentos dispersos de una identidad que se desintegra con cada nueva primavera que florece sin él. La aniquilación absoluta acecha, paciente e inevitable, como un depredador que conoce la vulnerabilidad de su presa.
Todos estos tormentos que me desvelan, estas angustias que me corroen el alma, estas preocupaciones que pesan como losas sobre mis hombros —tan monumentales en mi percepción pero tan insignificantes en la vastedad del cosmos— se disolverán como la niebla ante el sol. La naturaleza restituirá el estado fundamental: el no-ser. Condición primigenia que jamás solicité abandonar. Nadie firma el contrato de su nacimiento.
Pero hay un pensamiento que perfora cualquier posible consuelo, una hipótesis que la física contemporánea susurra con creciente convicción: el eterno retorno. La posibilidad vertiginosa de que este ciclo vital —esta exacta existencia con cada tropiezo, cada lágrima derramada, cada palabra no dicha— se repita ad infinitum en el telar cósmico del tiempo. No concibo tormento mayor que revivir cada instante de este guion defectuoso: la relación truncada con mi padre, los amores marchitos, las oportunidades desperdiciadas. Y sin embargo, las ecuaciones del universo parecen sugerir, con la fría indiferencia de la verdad matemática, que tal vez esté sucediendo ya en otros pliegues del multiverso, en ciclos temporales que se repiten como un disco rayado reproduciéndose eternamente.
El fardo de la consciencia pesa sobre nuestros hombros como una cruz cósmica, una sentencia universal que no discrimina entre santos y pecadores. La maldición de saber que sabemos, de anticipar nuestro fin, de comprender nuestra insignificancia.
Deseo con fervor casi religioso que la ciencia se equivoque en sus cálculos, que exista un ocaso definitivo para la llama temblorosa de mi ser. A estas alturas de mi vida, anhelo la promesa de un olvido total, una cancelación completa de la consciencia. Llegará el día en que volveré a fundirme con la nada, aunque sea con la inquietante sospecha de que solo sea un interludio, un brevísimo descanso antes de que las implacables leyes del cosmos me obliguen a interpretar nuevamente este papel en un teatro que nunca elegí.
Dormid esta noche, si os es posible, hermanos y hermanas en esta condición compartida. Aferrémonos juntos a la esperanza, por frágil que sea, de que el final sea definitivamente eso: el fin. Que la nada, cuando llegue, sea eterna. Y que, mientras tanto, el vino nos conceda el fugaz privilegio del olvido.