viernes, 7 de junio de 2024

La última conversación

"Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y habría podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué importaba que Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault? Comprendía, pues, este Condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me ahogaba gritando todo esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció."
(El extranjero, Albert Camus)



I

Mi padre murió hoy. O tal vez fue ayer, no lo sé. El hospital me llamó en la mañana, diciendo que su tiempo se agotaba y que debía ir a verlo. Caminé lentamente, sin prisa, como si el tiempo no importara. Los pasillos del hospital, blancos y silenciosos, estaban impregnados de un olor a desinfectante que anunciaba la muerte. Cada paso resonaba en mi cabeza como el eco de una sentencia, el murmullo lejano de una verdad ineludible que estaba por enfrentar.

La luz en la habitación era demasiado fuerte, el sol brillaba implacable a través de las ventanas. Mi padre yacía en la cama, apenas una sombra del hombre que una vez fue. El cáncer había esculpido su cuerpo con una precisión despiadada, dejando solo huesos y piel. Al verlo, sentí una punzada de desesperanza ante la absurda crueldad de la existencia. La imagen de su cuerpo demacrado era una grotesca escultura que la vida y la enfermedad habían cincelado sin piedad.

Sus ojos, apagados pero aún capaces de reconocerme, se encontraron con los míos. "Sami", susurró, su voz apenas un murmullo. Me acerqué y tomé su mano, fría y frágil. No había necesidad de palabras grandilocuentes; ambos sabíamos que esta sería nuestra última conversación. Me pregunté si sentía miedo, si encontraba algún consuelo en sus últimos momentos, pero no se lo pregunté. Algunas preguntas, sabía, eran innecesarias, tal vez incluso crueles.

"Qué vida esta", dijo después de un largo silencio, esbozando una sonrisa débil pero genuina. No pude evitar sonreír también, recordando los innumerables momentos en que habíamos compartido esa frase. Asentí, sin saber realmente qué decir. Las palabras me parecían inútiles en ese momento. Nos quedamos en silencio, escuchando el tic-tac del reloj en la pared, cada segundo marcando el paso hacia lo inevitable. Sentí una paz extraña, una aceptación del ciclo natural de las cosas.

La habitación estaba llena de una quietud que parecía eterna. Reflexioné sobre la futilidad de todo. Mi padre había vivido una vida llena de esfuerzos y luchas, solo para ser reducido a esto: una existencia frágil, a merced de una enfermedad implacable. Cada logro, cada sacrificio, todo parecía perder su significado ante la certeza de la muerte. La vida, en su esencia, se revelaba como una repetición interminable de actos sin sentido, destinados a ser olvidados.

En esos momentos de calma aparente, recordé las historias que solía contarme cuando era niño. Historias de valentía y sacrificio, de amor y pérdida. Historias que ahora parecían tan lejanas, tan irreales. En la penumbra de esa habitación, su voz resonaba en mi memoria, enseñándome las lecciones de la vida que solo ahora, en este último momento, empezaba a comprender verdaderamente.

El silencio fue roto solo por su respiración, cada vez más lenta, más pesada. Sabía que el final estaba cerca. Cerré los ojos, escuchando su último suspiro, y en ese momento, sentí una conexión profunda con todo lo que nos rodeaba. Al morir, algo dentro de mí también murió. Todo lo que había conocido y sentido se desmoronó en un instante. Con su último aliento, un lamento profundo y desgarrador surgió desde lo más hondo de mi ser, un lamento que parecía contener el sufrimiento acumulado de toda la humanidad. Era como si, en ese momento, todo el dolor y la angustia de la existencia humana se hubieran concentrado en mí, abrumándome con su intensidad.

La realidad de la muerte me golpeó con fuerza. Sentí un vacío abismal, una soledad infinita. Recordé los días de mi infancia, su risa resonando en el aire, sus palabras de aliento y los consejos que ahora parecían tan lejanos, tan inútiles. Mi mente volvió a nuestra última conversación, su voz débil diciendo "qué vida esta", y la realidad de la muerte se hizo más palpable. Comprendí entonces la indiferencia del universo, su frialdad y su silencio eterno.

Una explosión de dolor y rabia brotó de mi pecho, una erupción de emociones que llevaba años acumulándose. Sentí una certeza abrumadora sobre la vida y la muerte, una certeza que me llenaba por completo. Todo lo que había hecho, todo lo que no había hecho, cada elección y cada paso parecían irrelevantes ante la inminencia de la muerte. Había vivido de una manera y podría haber vivido de otra, pero al final, nada de eso importaba. Lo único que realmente tenía era este momento, esta verdad que me poseía tan completamente como yo la poseía a ella.

Me quedé en la habitación por un tiempo, observando su cuerpo inerte. Parecía que incluso en la muerte, el sufrimiento no lo había abandonado del todo. Su rostro, aunque tranquilo, mostraba las huellas de una batalla larga y dolorosa. Me pregunté si había sentido paz al final, si había encontrado algún consuelo en sus últimos pensamientos. Me aferré a la esperanza de que, en algún nivel, había logrado una especie de reconciliación con su destino.

II

Salí del hospital, cegado momentáneamente por la luz del sol. La vida seguía su curso, indiferente a nuestra tragedia personal. La gente caminaba por las calles, los niños jugaban, los autos pasaban, todo seguía igual, como siempre. En la indiferencia del mundo, vi reflejada la esencia misma de la existencia: carente de propósito, pero ineludiblemente real.

Caminé sin rumbo por un tiempo, perdido en mis pensamientos. La ciudad seguía viva a mi alrededor, ajena a mi dolor. El bullicio de la vida cotidiana contrastaba brutalmente con la quietud que sentía por dentro. Pensé en cómo cada persona que pasaba a mi lado tenía su propia historia, sus propias luchas y penas. Todos, en algún momento, enfrentaríamos el mismo destino, la misma nada al final del camino.

Regresé a casa, pero en lugar de entrar, me dirigí al jardín, donde estaba la vieja higuera. Allí, bajo su sombra, se encontraba la silla de mi padre. Era su lugar favorito, donde solía sentarse a leer y a contemplar el mundo. Me senté en la silla, aún impregnada de su presencia, y cerré los ojos.

En ese lugar, sentí una conexión profunda con él. Recordé los momentos que habíamos compartido bajo esa higuera, las conversaciones sobre la vida, sus enseñanzas llenas de sabiduría y simplicidad. Sentí una mezcla de tristeza y gratitud, una aceptación resignada del ciclo de la vida y la muerte.

Estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que nunca antes. Sabía que mi vida y esta muerte eran parte de la misma verdad ineludible. Sí, no tenía más que esto, pero poseía esta certeza absoluta, una certeza que me daba una extraña paz. Lo único que importaba era este momento de claridad, esta breve revelación en la que todo quedaba justificado.

En su muerte, comprendí al fin un poco más sobre la vida y la cruel belleza de nuestra existencia efímera. La rutina diaria, la lucha constante, todo parecía perder su valor, y sin embargo, debía seguir adelante. Porque, al final, quizás lo único que podemos hacer es continuar empujando nuestra carga, día tras día, sin esperanza de redención, pero con la certeza de que, en la aceptación de esta lucha interminable, encontramos nuestra única verdad.


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Nota: por desgracia este relato es un hecho real que me está sucediendo actualmente. También es obvio que el estilo literario y la esencia del contenido es muy similar a la obra de Albert Camus. Es algo intencional.