sábado, 13 de abril de 2019

El argumento (Thomas Ligotti)

Imagínatelo: puedes ir conduciendo por una carretera resbaladiza cuando, sin previo aviso, tu coche empieza a dar bandazos e invade varios carriles del tráfico que viene en sentido contrario. Sabes que estas cosas ocurren. Puede incluso que te hayan ocurrido a ti en alguna ocasión. Sabes que le ocurren a otra gente todo el tiempo. Sin embargo, este accidente no estaba en tus planes, que es por lo que se le llama accidente. En principio, podría entenderse como el resultado de una confluencia de circunstancias de causa y efecto, aunque nunca serías capaz de rastrearlas hasta su fuente original, ni siquiera remontándote hasta el principio de los tiempos. Sin embargo, se te podría ocurrir que la responsabilidad de tu accidente inminente recae en un amigo o pariente que te llamó para pedirte que fueras a su casa para echarle una mano en algo que tenía que arreglar, porque sin esta inoportuna petición ni siquiera habrías salido de casa. Pero podrías considerar con razón que hay otros factores responsables: la calzada resbaladiza por la que ibas conduciendo, el tiempo que volvía resbaladiza la calzada, todas las cosas que habían determinado el tiempo, el rato que pasaste buscando en tu armario los zapatos que serían más adecuados para el arreglo en cuestión —ese intervalo de perfecta duración que determinó que estuvieras justo donde tenías que estar para no llegar demasiado pronto ni demasiado tarde a tu accidente de tráfico.
Pero al margen de cuáles hubieran podido ser las causas cercanas o remotas de tu accidente de tráfico, tenías una idea de cómo iban a ocurrir las cosas ese día, como la tienes cada día, e ir en tu coche haciendo trompos sin control mientras otros vehículos intentan evitar chocar contigo no estaba en tu programa. Hace un segundo tenías las cosas firmemente controladas, pero ahora derrapas rápidamente hacia quién sabe qué. No estás horrorizado, todavía no, mientras te deslizas por el asfalto escurridizo por la lluvia o la nieve que brilla a la luz de la luna, bajo el aullido del viento y las sombras huidizas. En ese momento todo es aún extrañeza. Has sido transportado a un lugar diferente del que estabas hace un momento. Y entonces empieza. Esto no puede estar ocurriendo, piensas —si es que puedes pensar algo, si eres algo más que un torbellino de pánico. Pero, en realidad, ahora puede ocurrir cualquier cosa. Éste es el mensaje susurrante que se desliza en tus pensamientos: nada es seguro y nada es imposible. De repente se ha puesto en movimiento algo que lo ha cambiado todo. Ha descendido sobre ti algo que llevaba planeando en círculos sobre tu vida desde el día en que naciste. Y por primera vez sientes lo que nunca habías sentido: la inminencia de tu muerte. Ahora ya no hay ninguna posibilidad de autoengaño. La paradoja que surgió con la consciencia se ha esfumado. Sólo queda el horror. Eso es lo que es real. Eso es lo único que siempre fue real, por muy irreal que pudiera parecer. Por supuesto, ocurren cosas malas, como todo el mundo sabe. Siempre han ocurrido y siempre ocurrirán. Forman parte del orden natural de las cosas. Pero no es así como lo entendemos. No es así como creemos que deberían ser las cosas para nosotros. Así es como creemos que las cosas no deberían ser.
¿Pero hubiéramos podido evitar este horror rechazando nuestra creencia en lo que debería ser y no debería ser, creyendo sólo en lo que es? No, no hubiéramos podido. Estábamos condenados a mantener esa creencia y a sufrir todo lo que nos amenaza fuera de ella. Lo que nos condenó (si se nos permite otra imperiosa repetición de este tema) fue la consciencia, madre de todos los horrores y autora de todo lo que creemos que debería ser y no debería ser. Aunque la consciencia nos sacó de nuestro coma en lo natural, todavía nos gusta pensar que, por muy alejados que estemos de las otras cosas vivientes, en esencia no estamos enteramente alienados de ellas. Intentamos encajar en el resto de la creación, viviendo y reproduciéndonos como cualquier otro animal o vegetal. No es culpa nuestra que nos hicieran como nos hicieron: experimentos de seres paralelos. No lo elegimos nosotros. No nos ofrecimos voluntarios para ser como somos. Podemos pensar que estar vivo está bien, sobre todo si se piensa en la alternativa, pero pensamos en ella lo menos posible, porque este simple pensamiento hace levantarse los espíritus de los muertos y todos los demás monstruos de la naturaleza.
Ninguna otra forma de vida sabe que está viva, ni sabe que morirá. Ésta es nuestra maldición exclusiva. Sin este maleficio sobre nuestras cabezas, nunca nos hubiéramos alejado de lo natural tanto como lo hemos hecho: tanto y durante tanto tiempo que es un alivio decir lo que hemos estado intentando con todas nuestras fuerzas no decir: hace mucho tiempo que no somos habitantes del mundo natural. Por todas partes nos rodean hábitats naturales, pero en nuestro interior anida el escalofrío de cosas alarmantes y horrendas. Para decirlo simplemente: no somos de aquí. Si desapareciéramos mañana, ningún organismo de este planeta nos echaría de menos. Nada en la naturaleza nos necesita. Somos como el Dios suicida de Mainländer. Nada le necesitaba tampoco a Él, y su inutilidad se transfirió a nosotros cuando reventó excluyéndose de la existencia. No tenemos nada que hacer en este mundo. Nos movemos entre cosas vivientes, todas esas marionetas naturales que no tienen nada en la cabeza. Pero nuestras cabezas están en otro lugar, un mundo aparte donde todas las marionetas existen no en medio de la vida sino fuera de ella. Somos esas marionetas, esas marionetas humanas. Las desviaciones de lo natural han girado a nuestro alrededor durante todos nuestros días. Las manteníamos a distancia, anormalidades que negábamos como elementos de nuestro ser. Pero fuera de nosotros no hay nada sobrenatural en el universo. Somos aberraciones: seres que nacen como muertos vivientes, ni una cosa ni la otra, o ambas cosas a la vez… cosas siniestras que no tienen nada que ver con el resto de la creación, horrores que envenenan el mundo sembrando nuestra locura por dondequiera que vamos, saturando la luz diurna y la oscuridad con obscenidades incorpóreas. Desde el otro lado de un abismo insondable, insuflamos lo sobrenatural en todo lo que es manifiesto. Flota como una bruma ligera a nuestro alrededor. Vivimos en compañía de fantasmas. Sus tumbas están marcadas en nuestras mentes, y nunca serán exhumados de los cementerios de nuestra memoria. Nuestros latidos están numerados, nuestros pasos contados. Mientras sobrevivimos y nos reproducimos sabemos que estamos muriendo en un rincón oscuro del infinito. Vayamos donde vayamos no sabemos lo que aguarda nuestra llegada, sino sólo que está ahí.
Con ojos que ven a través de un velo translúcido que reluce ante nosotros, miramos la vida desde el otro lado. Allí, algo nos acompaña a lo largo de nuestros días y noches como una segunda sombra que se proyecta en otro mundo y nos ata a él. Encadenados a lo sobrenatural, conocemos sus signos e intentamos amansarlos mediante la desensibilización y la ridiculización. Los estudiamos como símbolos, jugamos con ellos. Entonces los baña una luz extrañamente coloreada, y vuelven a ser reales: la calavera sonriente, la curva guadaña, la lápida mohosa, todas las criaturas oscuras de la tierra y el aire, todos los memento mori que hemos escondido en nuestro interior. Estos esqueletos nuestros, ¿cuándo saldrán y se mostrarán? Gimen cada vez más alto cada año que pasa. El tiempo pasa volando con prisa heladora. El niño que aparece en esa vieja foto, ¿es realmente una versión anterior de ti mismo, diciendo adiós con tu manita? La cara de ese niño no se parece nada a la cara que tienes ahora. Esa cara de niño se funde ahora en la negrura que hay detrás de ti, delante de ti, alrededor de ti. El niño agita la mano y sonríe y se desvanece mientras tu coche sigue derrapando hacia tu futuro bruscamente truncado. Adiós. Entonces aparece otra cara. Ha desplazado a la que estás acostumbrado a ver cuando tu retrovisor está torcido, como lo está ahora, y te encara. No puedes apartar la vista, porque la otra cara está iluminada como una luna llena, lo que te aterra y te fascina al mismo tiempo. Y nada en ella parece natural. Tiene un aire rígido, la cara de algo que asoma en una caja de juguetes. La cara sonríe, pero demasiado y durante demasiado tiempo para ser real. Y sus ojos no parpadean. La escena cambia a cada momento. Personas, lugares y cosas aparecen y desaparecen. Tú apareciste como esperaban otros pero no como elegiste tú. Y desaparecerás como si nunca hubieras existido, tras cumplir tu turno en este mundo. Siempre te dijiste que esta era la manera natural de las cosas y que podías acatarla porque pertenecías a la naturaleza… a la naturaleza MALIGNAMENTE INÚTIL, que te escupió como un pequeño gargajo de sus grandes pulmones.
Pero lo sobrenatural se adhirió a ti desde el principio, enquistando sus rarezas en tu vida mientras esperabas a que la muerte empezara a aporrear tu puerta. No ha venido a salvarte, sino a precipitarte en su horror. Quizá esperabas evitar este horror que presidía tu vida como una gárgola. Ahora descubres que no hay forma de evitarlo. Sólo te quedan segundos, cada uno de los cuales te estrangula un poco más. A tu alrededor se dicen ensalmos por todas partes. Han perdido su poder. Los vivos y los muertos farfullan dentro de ti. No les entiendes. Los sueños se vuelven más brillantes que los recuerdos. La oscuridad cae a paladas sobre los sueños.Esos ojos que no parpadean siguen brillando en el espejo, los ojos de esa cara que sonríe demasiado y durante demasiado tiempo. Y sientes que tu cara también sonríe, que tus ojos tampoco parpadean. El secreto que nunca quisiste saber se revela ahora en tu cabeza: que te hicieron como te hicieron y te manipularon para que te comportaras como te comportabas. Y a medida que el secreto se abre paso en tu cabeza, la sonrisa de esa cara del espejo se estira por las comisuras. Lo mismo hace la tuya, haciendo lo que le ordenan. Las dos caras sonríen a la vez con la misma sonrisa. Se ensancha hasta alcanzar proporciones demenciales. Al fin una voz largamente contenida grita: ¡Qué es esta vida! Pero sólo responde el silencio, burlándose de todas las esperanzas absurdas que alguna vez tuviste.
¿Y ahora qué? Ahora sólo queda esa sonrisa que se ensancha de modo antinatural: un gran abismo donde la negrura se funde con la negrura, nada. Luego la sensación de ser tragado. La historia ha terminado, el argumento está completo.
("La conspiración contra la especie humana", Thomas Ligotti)

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