Llego a casa borracho. Otra noche vacía, intentando perseguir una idea de libertad que ya carece de sentido práctico, que no lleva a ninguna parte. El instinto me empuja a desear a otras mujeres, un mecanismo biológico tan predecible como inútil. La frustración es la consecuencia lógica. Termino en la cama, el alcohol nublando una consciencia que gira sin rumbo, sin objetivo identificable.
Mi tiempo se agota. Pronto regresaré a la nada, a la condición de no-ser de la que fui extraído sin consulta. De mi paso por esta existencia quedará tan poco como queda ya de mi padre: una memoria que se disipa, una aniquilación inevitable. Todos mis tormentos, estas preocupaciones subjetivas y en perspectiva insignificantes, se detendrán. Se restablecerá el estado fundamental: el no-ser. Una condición que nunca pedí abandonar. Nadie pide existir.
Pero si hay algo que realmente perturba cualquier intento de consuelo, es la hipótesis que la ciencia contemporánea parece favorecer: el eterno retorno. La posibilidad aterradora de que este ciclo completo —esta vida, con cada error y sufrimiento— se repita indefinidamente. No me veo capaz de soportar esa perspectiva, pero la posibilidad está ahí, como una ley física indiferente. Volver a experimentar cada instante, cada dolor, la relación con mi padre, todo. Quizás esté ocurriendo ya en otros universos o ciclos temporales, una repetición infinita del mismo guion defectuoso.
El peso de haber nacido, de ser consciente, es una carga objetiva, permanente e ineludible para todos. Una condena inherente al hecho de existir.
Deseo fervientemente que la ciencia esté equivocada. Que exista un final absoluto, un cese definitivo de la consciencia. A mis 45 años, anhelo esa perspectiva de aniquilación final. Llegará el momento en que volveré a no ser. Descansaré, aunque sea con la inquietante sospecha de que solo sea un intervalo, una pausa antes de que las leyes de la realidad me fuercen a repetir este papel en un escenario que nunca elegí.
Descansad esta noche, si es posible, compañeros en esta condición. Aferrémonos a la posibilidad, aunque sea mínima, de que el final sea solo eso: el fin. Que la nada sea permanente.