-"¡Joder, me estoy muriendo!", fueron los últimos pensamientos generados por la consciencia eléctrica del cerebro de Meursault. Fue un pensamiento vago y borroso, del estilo del que experimenta todo aquel que es anestesiado antes de someterse a una operación. Y lo curioso es que hacía apenas unos instantes su mente bullía con cientos de razonamientos, ideas, propósitos e intenciones. Se peleaba consigo mismo y con el mundo, buscando con vehemencia imaginativas soluciones a problemas y necesidades generadas de manera inmanente por su propia sesera evolutiva.
Sin embargo, fue en el pequeño lapso que transcurrió entre el alboroto cognitivo que había dominado toda su vida, y ese último juicio previo a su definitiva muerte, lo que le sobrecogió el alma. Todos hemos oído eso de que en nuestros últimos momentos vemos pasar rápidamente algo así como un resumen de toda nuestra vida. Y ciertamente así también le ocurrió a él, pero poco se podría haber imaginado este pobre desdichado, que también le daría tiempo a que un discernimiento final acudiera a su agónico intelecto: -"Valiente gilipollez de existencia".
Meursault nunca había sido una persona religiosa. De hecho, lo máximo que se permitía creer era que nuestro Universo formaba parte de un multiverso cuántico donde todo lo que podía ser era; pero donde únicamente en aquellos mundos cuyas condiciones físico-matemáticas eran adecuadas podían surgir seres conscientes maravillados por su casual dicha existencial. A parte de ésto, no tenía fe en mucho más: este multiverso era autoconsistente y autosostenido. No tenía causa en sí, siendo por tanto eterno. Y punto. Así pues, su ideología no le permitía creer en vidas futuras ni pasadas. Con la muerte, todo eso que de manera más bien inefable identificamos como nuestro "yo", desaparecía para siempre.
Esta manera de pensar le había beneficiado psicológicamente durante su vida tanto o más que a los religiosos todos sus dogmas y revelaciones. De hecho, su nihilismo científico le liberaba de preocuparse por la adoración o el sometimiento a trasnochados rituales místicos. Pudo así centrarse en su vida personal, y en lo que muchos denominan el "Bien social". Llevó una vida más o menos ordenada, estudió una carrera, se casó con una mujer a la que siempre sería fiel, tuvo con ella dos hijas...y luchó y trabajó con cada latido del corazón por sacar adelante a su prole al mismo tiempo que intentaba mejorar el mundo dentro de sus posibilidades, de modo que su descendencia, y la descendencia de todos los demás, pudieran vivir en el mundo más justo posible.
Y en esto mismo estaba inmerso justo antes de que todo sucediera. Su cabeza llena con reflexiones políticas, con preocupaciones económicas, trotando con pasión e ira de problema en problema. Como siempre, buscando soluciones a contratiempos generados por su propio entendimiento. No cabía duda de que su cerebro era una imparable máquina propuesta siempre a detectar y prever dificultades y necesidades en el mundo sensible, para disponerse luego a encontrarles satisfacción, salvo pena de sentir una frustración autoinfligida bioquímicamente.
Pero en el momento en que sintió que su final como individuo estaba tan cerca, Meursault reflexionó, apenas sin tiempo, sobre algo que quizás habría merecido algo más de atención durante su vida: -"¿Por qué y para qué mi cerebro me obligó a comportarme de esta vehemente manera durante tantos años?". Aquello de criar niños y luchar por el bien de la humanidad tiene sentido mientras uno se encuentra sano y fuerte; pero en circunstancias previas a la desaparición del soma desechable que todos constituimos, la cosa no está tan clara. Así que, frente a su aniquilación personal, Meursault se cuestionó aterrado por el sentido del ciclo vital en el que había participado.
Dada su formación académica, sabía que su conducta venía restringida por su sistema neuroendocrino, y que su sistema nervioso completo, de hecho, había sido desarrollado evolutivamente de manera gradual durante millones de años. Así pues, comprendía que cada uno de sus pensamientos, fruto de un cerebro de simio venido a más, debía responder a tal diseño evolutivo. Lo contrario no tenía sentido, puesto que cualquier conducta "contraria" al proceso evolutivo como tal habría sido erradicada casi inmediatamente. Por tanto, todo su comportamiento y sus hábitos obedecían a este imperativo evolutivo: si había contraído matrimonio, si había tenido hijos, si había luchado por ellos, si había combatido en favor de tal o cual ideología política o social, debía ser como acto reflejo de esa impregnación evolutiva. ¡Incluso todo aquello que como ocio le gratificaba estaba determinado!
¿Pero cuál era entonces esa esencia evolutiva que todo lo abarcaba? Es más, ¿busca algo en sí este proceso evolutivo cuyo devenir aquí en la Tierra arrastra ya cerca de 4.000 millones de años? ¿Para qué le sirve al mundo el propio ciclo de la vida? El nihilismo de Meursault, fruto de su confianza en las explicaciones científicas, no tenía más que una respuesta para estas preguntas: -"Ni el mundo busca objetivamente nada, ni el ciclo vital sirve para nada en lo relativo al ser humano como sujeto". La evolución, pensaba Meursault pese a su pronto tránsito hacia el no ser; es un proceso mecánico espontáneo, un hecho que no busca ni persigue nada, sino que emerge naturalmente conforme la materia se limita a obedecer las leyes físicas naturales: especialmente la segunda ley de la termodinámica aplicada a sistemas lejos del equilibrio térmico.
Así pues, la vida surgió hace casi 4.000 millones de años gracias al gradiente energético que conforman el Sol, la Tierra y el frío espacio interestelar; y conformó automáticamente un ciclo de lucha de replicantes donde aquellas instrucciones (ADN) capaces de generar la estructura material (fenotipo) más apta a la hora de acaparar y devorar la energía proveniente del Sol fue naturalmente seleccionada (simplemente gracias a poder permanecer más tiempo dado su intrínseco éxito acaparando los recursos energéticos disponibles). Esta selección natural la determina pues en última instancia la propia termodinámica y el comportamiento mecánico molecular del mundo. Todo es autónomo, no hay metas ni fines, sólo leyes y materia(energía) actuando bajo la acción de las mismas.
Finalmente, siguiendo este mismo e ininterrumpido ciclo natural de recursiva selección natural, hace aproximadamente dos millones de años aparece una especie homínida muy especial: el Homo Sapiens. Su característica principal era un enorme cerebro -que permitía una capacidad cognitiva superior-, manos prensiles, y la capacidad para andar erguido. Por lo demás no era en esencia distinta de cualquier otra especie animal. El hombre obedecía, y obedece, a la naturaleza como cualquier otro ser vivo, reduciéndose tal afirmación al hecho de que todos nosotros somos meras extensiones del comportamiento espontáneo cuya mecánica va determinada a maximizar el consumo de toda la energía de alta calidad disponible, y transformarla en calor (energía de baja calidad que escapa al espacio exterior).
Y de aquí provino el sentimiento de "gilipollez" que sintió, Meursault. Sus hijas, sus nietos, sus compatriotas, y la humanidad como un todo también desaparecerán en el tiempo irremediablemente. E incluso si nos las ingeniáramos para colonizar otros planetas, ¿qué? Todo seguiría siendo el mismo sonsonete de acaparar energía y desechar calor, y así por los siglos de los siglos hasta que no quedase en nuestro Universo en expansión exponencial nueva energía libre que acaparar (la entropía siempre aumenta, por lo cual la energía de calidad irremediablemente va en continuo descenso desde el mismísimo Big Bang). Así pues: ¿qué sinsentido es éste? ¿En qué clase de absurdo existencial nos vemos envueltos desde el nacimiento?
Meursault finalmente muere, no sin antes desear haber vivido de una manera menos apasionada. Y es que vivir tuvo que vivir, ya que así lo llevaba inscrito en su cerebro; no había elección en ese sentido. También estaba obligado a comportarse socialmente tal y como sus genes determinaban a priori justo tras la recombinación génica que lo convirtió en cigoto. Pero en ese instante final comprendió que a pesar de todo este designio genético, la razón otorga al hombre la oportunidad de obedecer los deberes evolutivos de una manera un tanto especial (rebelde). No se trata de ir en contra del interés natural, lo cual es imposible, sino de obedecerlo desde la indiferencia: utilizado el desprecio que el reconocimiento del absurdo existencial permite. De esta manera, el infortunio se resuelve con la risa, la ira con el humor, el agravio y la afrenta con la burla; y nuestro encadenamiento a la vida con la falta de aprecio hacia este destino absurdo que nos coacciona a actuar como marionetas dentro de un escenario objetivamente irracional.
Meursault, de volver a nacer, se habría propuesto tomarse las cosas menos en serio. Quizás después de todo su vida habría sido bastante similar a ésta que vivió, pero sin duda la sonrisa habría cautivado su cara ante cada momento de adversidad, desdicha o calamidad: -"¡Qué más da!", habría respondido siempre riendo para sí mismo: -"Al final todo está bien, puesto que todo es para nada".